Redde rationem

Mons. Carlo Maria Viganò

Redde rationem villicationis tuæ

Consideraciones sobre los ``Responsa ad Dubia``
de Traditionis Custodes

Vos estis qui justificatis vos coram hominibus:
Deus autem novit corda vestra:
quia quod hominibus altum est,
abominatio est ante Deum.

Lc 16, 15

 

Al leer las Respuestas a los Dubia recientemente publicadas por la Congregación para el Culto Divino, hay que preguntarse si la Curia Romana podría caer más bajo para apoyar a Bergoglio con semejante servilismo en una guerra cruel y despiadada contra la parte más dócil y fiel de la Iglesia. Jamás, en las últimas décadas de gravísima crisis en la Iglesia, la autoridad eclesiástica se mostró tan determinada y severa. No lo han hecho con los teólogos herejes que infestan los Ateneos y Seminarios pontificios; no lo han hecho con los clérigos y prelados fornicarios; como tampoco han aplicado castigos ejemplares en los casos de escándalos provocados por obispos y cardenales. Pero contra los fieles, sacerdotes y religiosos que sólo piden que se pueda celebrar la Misa Tridentina, no hay piedad, misericordia ni inclusividad. ¿Fratelli tutti? ¿Todos hermanos?

Nunca han sido tan palpables como en este “pontificado” los abusos de poder por parte de las autoridades, ni siquiera cuando dos mil años de lex orandi fueron inmolados por Pablo VI sobre el altar del Concilio Vaticano II, al imponer a la Iglesia un rito tan equívoco como hipócrita. Aquella imposición, que incluyó la prohibición de celebrar según el Rito Antiguo y la persecución de los disidentes, tenía al menos la excusa ilusoria de que un cambio quizás habría de mejorar la suerte del catolicismo en un mundo cada vez más secularizado. Hoy, después de cincuenta años de tremendos desastres y catorce años de Summorum Pontificum, aquella endeble justificación no sólo ha perdido validez, sino que ha quedado en evidencia su inconsistencia. Todas las novedades que introdujo el Concilio han resultado perjudiciales, han vaciado iglesias, seminarios y conventos, han acabado con las vocaciones, han apagado todo impulso espiritual, cultural y civil en los católicos, han humillado a la Iglesia de Cristo y la han confinado en los márgenes de la sociedad, haciendo que quede ridícula en sus torpes intentos de agradar al mundo. Y viceversa: desde que Benedicto XVI intentó sanar esa herida, reconociendo plenos derechos a la liturgia tradicional, las comunidades vinculadas a la Misa de San Pío V se han multiplicado, los seminarios de los institutos Ecclesia Dei se han extendido, las vocaciones han aumentado, así como se ha incrementado la asistencia de los fieles, y la vida espiritual de numerosos jóvenes y familias ha cobrado un impulso inesperado.

¿Qué lección se habría debido extraer de esta “experiencia de la Tradición” que en su tiempo invocó también monseñor Lefebvre? La más evidente, que es al mismo tiempo la más sencilla: lo que Dios ha dado a la Iglesia está destinado a triunfar, mientras que lo que el hombre añade fracasa miserablemente. Un alma que no esté cegada por la furia ideológica reconocería el error que ha cometido y procuraría reparar los daños y reconstruir lo que en el interín se destruyó, para restaurar lo que fue abandonado. Pero para eso se requiere humildad, una mirada sobrenatural y confianza en la intervención providente de Dios. Esto requiere también que los pastores sean conscientes de que son administradores, y no dueños, de los bienes del Señor: ellos no tienen derecho a enajenar esos bienes, ocultarlos ni sustituirlos por inventos de su propia cosecha. Ellos deben limitarse a custodiarlos y ponerlos a la disposición de los fieles, sine glossa, y teniendo siempre presente que habrán de dar cuenta a Dios por cada oveja y cada cordero de su grey. El Apóstol advierte: «Hic jam quæritur inter dispensatores, ut fidelis quis inveniatur» (1Cor. 4, 2): “se exige a los administradores que sean fieles”.

Las Respuestas a los Dubia son coherentes con Traditionis Custodes y explicitan la naturaleza subversiva de este “pontificado”, en el que se ha usurpado el poder supremo de la Iglesia para alcanzar un fin diametralmente opuesto a aquél por el que Nuestro Señor constituyó en autoridad a los sagrados pastores y a su Vicario en la Tierra. Un poder indócil y rebelde a Aquél que lo instituyó y lo legitima, un poder que se cree fide solutus [desligado de la fe], por así decirlo, según un principio intrínsecamente revolucionario, y por lo tanto herético. No olvidemos que la Revolución se arroga un poder que se justifica por el solo hecho de ser revolucionario, subversivo, conspirador y opuesto al poder legítimo que intenta abatir; y que apenas logra ocupar roles institucionales lo ejerce con un autoritarismo tiránico, precisamente porque no está ratificado por Dios ni por el pueblo.

Permítanme subrayar el paralelo entre dos situaciones que aparentemente no tienen nada que ver entre sí: así como en presencia de la pandemia se niega validez a los tratamientos eficaces imponiendo en su lugar una vacuna inútil, perjudicial e incluso mortal, lo mismo ocurre con la Misa Tridentina, verdadera medicina para el alma en un momento de gravísima pestilencia moral, se la niega dolosamente a los fieles, sustituyéndola por el Novus Ordo. Los médicos del cuerpo dejan de lado su deber, aun existiendo tratamientos, e imponen tanto a los sanos como a los enfermos un suero experimental, obstinándose en administrarlo pese a la evidencia de su total ineficacia y de sus efectos adversos. Análogamente, los sacerdotes, médicos del alma, traicionan su propio mandato, cuando existe un remedio infalible probado a lo largo de más de dos mil años, y se desviven por impedir que cuantos han experimentado su eficacia puedan seguir sirviéndose de él para curarse de los pecados. En el primer caso, las defensas inmunitarias del cuerpo se debilitan o destruyen para crear enfermos crónicos a merced de las empresas farmacéuticas; en el segundo caso, las defensas del alma quedan comprometidas por una mentalidad mundana y por la negación de la dimensión sobrenatural y trascendente, dejando el alma indefensa frente a los asaltos del demonio. Valga esto como respuesta a quienes pretenden afrontar la crisis religiosa sin tener en cuenta paralelamente la crisis social y política, porque precisamente esta duplicidad es lo hace tan terrible el ataque y trasluce que obedece a una misma mente criminal.

No quiero detenerme en analizar los delirios de las Respuestas. Basta conocer la ratio legis para rechazar Traditionis Custodes como un documento ideológico y faccioso, redactado por personas vengativas e intolerantes, lleno de veleidades y de gruesos errores canónicos, con la intención de prohibir un rito canonizado desde hace dos mil años por santos y pontífices, a fin de imponer una falsificación espuria, copiada de los luteranos y amañado por los modernistas, que en cincuenta años han ocasionado un desastre tremendo al cuerpo de la Iglesia, y que precisamente por su eficacia devastadora no puede admitir excepciones. No hay sólo culpa; hay también dolo y traición por partida doble: al divino Legislador y a los fieles.

Obispos, sacerdotes, religiosos y laicos se ven obligados una vez más a elegir bando: o están con la Iglesia Católica y su doctrina bimilenaria e inmutable, o con la Iglesia conciliar y bergogliana, con sus errores y sus ritos secularizados. Todo ello acontece en medio de una situación paradójica en la que la Iglesia Católica y su falsificación coinciden en una misma jerarquía, a la cual los fieles se sienten en el deber de obedecer en cuanto es expresión de la autoridad de Dios y al mismo tiempo en el de desobedecerla en tanto que traidora y rebelde.

Hay que reconocer que no es fácil desobedecer al tirano; tiene reacciones despiadadas y crueles. Pero mucho peores fueron las persecuciones que tuvieron que padecer a lo largo de los siglos los católicos que se las vieron con el arrianismo, la iconoclastia, la herejía luterana, el cisma anglicano, el puritanismo de Cromwell, el laicismo masónico de Francia y de México, el comunismo soviético o el de España, Camboya, China… Cuántos obispos y sacerdotes martirizados, encarcelados y exiliados. Cuántos religiosos asesinados, cuántas iglesias profanadas, cuántos altares destruidos. ¿Y todo eso por qué? Porque los ministros sagrados no quisieron renunciar al tesoro más valioso que nos ha confiado Nuestro Señor: la Santa Misa. La Misa que Él enseñó a celebrar a los Apóstoles, que éstos transmitieron a sus sucesores, que los Papas han custodiado y restablecido y que siempre ha sido blanco del odio infernal de los enemigos de Cristo y de la Iglesia. Pensar que esta Santa Misa, por la que se jugaron la vida los misioneros enviados a países protestantes y los sacerdotes presos del gulag, hoy esté prohibida por la Santa Sede es causa de dolor y de escándalo, además de una ofensa a los mártires que defendieron esa Misa hasta su último suspiro. Pero estas cosas sólo las puede entender quien cree, quien ama y quien espera. Sólo quien vive de Dios.

Quien se limita a expresar reservas o críticas a Traditionis Custodes y a las Respuestas cae en la trampa del adversario, porque reconoce legitimidad a una ley ilegítima e inválida, deseada y promulgada para humillar a la Iglesia y a sus fieles, para menospreciar a los “tradicionalistas” que se atreven nada menos que oponerse a doctrinas heterodoxas que estuvieron condenadas hasta el Concilio Vaticano II, que éste hizo suyas y hoy son sello distintivo del pontificado bergogliano. No hay que hacer caso de Traditionis Custodes y de las Respuestas; hay que devolverlas al remitente. Hacer como si no existieran, porque salta a la vista el deseo de castigar, dispersar y hacer desaparecer a los católicos que se han mantenido fieles.

Estoy consternado frente al servilismo de tantos cardenales y obispos que para agradar a Bergoglio pisotean los derechos de Dios y de las almas que les han sido confiadas y que quieren hacer méritos alardeando de su aversión a la Liturgia preconciliar, creyendo hacerse acreedores a los elogios del público y la aprobación del Vaticano. A ellos van dirigidas las palabras del Señor: «Vosotros pretendéis pasar por justos ante los hombres, pero Dios conoce vuestros corazones; porque lo es estimable para los hombres es abominable ante Dios» (Lc 16, 15).

La respuesta coherente y valerosa ante un gesto tiránico de las autoridades eclesiásticas debe ser la resistencia y la desobediencia a una orden que es inadmisible. Resignarse a aceptar este enésimo abuso significa añadir un precedente más a la ya larga serie de atropellos hasta ahora tolerados y con obediencia servil hacerse responsables de sostener una autoridad que es un fin en sí mismo.

Es necesario que los obispos, sucesores de los Apóstoles, ejerzan su sagrada autoridad en obediencia y fidelidad a la Cabeza del Cuerpo Místico, para poner fin a este golpe de Estado eclesiástico que se ha consumado ante nuestra vista. Lo exige el honor del Papado, hoy expuesto al descrédito y a la humillación por parte del que ocupa el Solio de San Pedro. Lo exige el bien de las almas, cuya salvación es suprema lex de la Iglesia. Y lo exige la gloria de Dios, respecto a la cual ningún compromiso es tolerable.

El arzobispo polaco monseñor Jan Paweł Lenga ha afirmado que es el momento de llevar a cabo una contrarrevolución en la Iglesia católica, si no queremos ver a la Iglesia hundirse bajo las herejías y los vicios de los mercenarios y de los traidores. La promesa del Non prevalebunt, no prevalecerán, no excluye en lo más mínimo una acción firme y valiente, no sólo por parte de los sacerdotes y los obispos, sino también de los laicos, que hoy más que nunca son tratados como súbditos, a pesar de los necios llamamientos a la actuosa participatio y al rol que deben cumplir en la Iglesia. Tomemos nota: el clericalismo ha llegado a cúspide misma bajo el “pontificado” de quien, hipócritamente, no hace otra cosa que estigmatizarlo.

+Carlo Maria Viganò, Arzobispo

27 de diciembre de 2021

© Traducción al español por José Arturo Quarracino

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