Declaración sobre la decisión del Card. Cupich

Mons. Carlo Maria Viganò

Declaraciòn

sobre la suspensión de las celebraciones
del Instituto de Cristo Rey Sumo Sacerdote
en la Arquidiócesis de Chicago

El cardenal Blase Cupich, con el autoritarismo burocrático que distingue a los funcionarios de la Iglesia bergogliana, ha ordenado a los canónigos del Instituto de Cristo Rey Sumo Sacerdote, que ejercen su ministerio en la arquidiócesis de Chicago, que a partir de finales de julio suspendan los servicios públicos en el Rito Antiguo, revocando las facultades que les fueron concedidas en virtud del Motu Proprio Summorum Pontificum.

A nadie se le escapa que esta decisión tiene como objetivo impedir el ejercicio de un derecho que ninguna autoridad eclesiástica puede negar, a fortiori condicionándolo a la aceptación de principios doctrinales y litúrgicos que entran en claro conflicto con el Magisterio inmutable de la Iglesia católica.

En efecto, todo bautizado tiene derecho a asistir a la Santa Misa y a que se le administren los Sacramentos en la forma que el Motu Proprio Summorum Pontificum de Benedicto XVI reconoció que nunca había sido abrogada. Privar a los fieles de Chicago de este derecho suyo es un abuso muy grave, y el hecho de que la decisión de Cupich sea aprobada tácitamente por el Sanedrín romano añade a las fechorías del Ordinario la confirmación de un plan más amplio, destinado a aniquilar en todo el mundo católico ese signo de contradicción que está representado por la Misa apostólica. Un signo de contradicción porque su propia existencia es una condena silenciosa de décadas de desviaciones doctrinales, morales y disciplinarias.

No es ningún misterio que Bergoglio odia la Tradición y que no pierde ocasión para burlarse y desacreditar a los que quieren seguir siendo católicos y no están dispuestos a apostatar de la Fe. Al igual que son igualmente notorias sus predilecciones en materia de colaboradores y confidentes: todos ellos comparten la sodomía, las ansias de poder y la corrupción en materia financiera. No debe sorprender, por tanto, que uno de sus alumnos -amigo intrínseco del pederasta serial McCarrick, junto a otros prelados no menos controvertidos como Wuerl y Tobin- corresponda a su inmerecido ascenso a la sede de Chicago mostrándose como un obediente ejecutor de las órdenes de su benefactor. Una promoción a la que -permítanme recordarles- me opuse enérgicamente cuando servía a la Santa Sede como Nuncio Apostólico en Estados Unidos y que hoy parece aún más escandalosa después de las inquietantes revelaciones de Church Militant (aquí y aquí) sobre el involucramiento de Cupich en la ocultación de pruebas relacionadas con los delitos sexuales del difunto cardenal Joseph Bernardin. En 2019, Cupich fue indagado por las autoridades federales y el fiscal general de Illinois precisamente por no haber entregado la documentación incriminatoria sobre el arzobispo Bernardin y sobre otros cómplices, en poder de la Diócesis. Y nos enteramos de que el paladín del progresismo que Cupich quisiera ver canonizado (aquí) carga con las pesadas acusaciones de una de las víctimas de abusos, que la Congregación de Obispos, la Secretaría de Estado y la arquidiócesis de Chicago nunca siguieron, a pesar de mencionar la profanación del Santísimo Sacramento durante un ritual satánico con menores en 1957 por el entonces joven sacerdote Bernardin y su hermano John J. Russell, más tarde consagrado obispo y ya fallecido.

Es verdaderamente difícil, si no totalmente imposible, encontrar alguna justificación a la decisión de Cupich, que considera la celebración de la Misa de siempre como un pecado de leso Concilio, pero que resulta ser indulgente y comprensivo con los sodomitas, los pederastas, los abortistas y los profanadores de las Especies Eucarísticas. Cupich pro domo sua. Quien, nombrado por Bergoglio para presidir la Comisión de Delitos Sexuales del Clero estadounidense e interrogado sobre mi Memorial de 2018, comentó con escandaloso descaro:

El Papa tiene una agenda más amplia: tiene que seguir con otras cosas, sobre el medio ambiente y la protección de los migrantes, y continuar con la labor de la Iglesia. No vamos a bajar a la madriguera por esto… Hace unos años, si un cardenal se hubiera permitido responder así, el mundo se habría venido abajo; pero hoy evidentemente los tiempos han cambiado… Uno también puede permitirse un poco de insolencia. Uno sabe que los medios de comunicación no se rasgarán las vestiduras por tan poco” (aquí y aquí).

Han leído bien: “Por tan poco”. En el mundo secular, si un gerente impidiera a sus subordinados hacer su trabajo y fomentara a los empleados deshonestos y corruptos, promoviéndolos y encubriendo sus delitos, sería despedido en el acto y se le pediría una indemnización millonaria por el daño de imagen causado a la empresa. En cambio, en la carroza multicolor de la mafia lavanda protegida por Bergoglio, estas formas de sórdida complicidad con el mal y de feroz aversión al Bien se han convertido en la norma, confirmando que la corrupción moral es el corolario necesario de la desviación doctrinal y de la licencia en materia litúrgica. La crisis de la Autoridad eclesiástica -a partir de su cúspide- es incontrovertible, como confirman la creación de Cupich como cardenal y los nombres de los cardenales del próximo Consistorio.

 

Si en las cuestiones temporales los gobernantes obedientes al Estado profundo se valen de funcionarios corruptos para llevar a cabo el golpe blanco del gran reinicio, en el frente eclesiástico vemos a Cardenales y Prelados no menos corruptos, obedientes a la Iglesia profunda, que con el placet de Bergoglio completan el plan subversivo del Vaticano II, destinado a desembocar en la Religión de la Humanidad anhelada por la Masonería.

Pero si por una parte es obligatorio denunciar y condenar los intolerables abusos de estos renegados cuyo objetivo es la destrucción de la Iglesia de Cristo y la cancelación del Santo Sacrificio de la Misa, por otra parte es necesario, en mi opinión, reconsiderar hasta qué punto ciertas formas de aceptación despreocupada del Vaticano II por parte del Instituto de Cristo Rey han permitido erróneamente a sus miembros creer que Roma haría la vista gorda ante las hebillas y las capas magnas siempre que no criticaran el Concilio o el Novus Ordo.

Esto nos muestra que -más allá de las connotaciones ceremoniales extemporáneas un poco demasiado ancien régime (que son muy moderadas en Chicago y en los Estados Unidos en general)- es la Misa Tridentina in sé la que es una formidable profesión de fe y una despiadada refutación de las chapucerías de la liturgia reformada, ya sea que la celebre un viejo párroco o por un sacerdote nuevo, prescindiendo del hecho que lleve la estola romana o la casulla medieval. Es esa Misa, la Misa por excelencia, celebrada en el único Rito verdaderamente extraordinario, no porque sea ocasional, sino porque es incomparablemente superior a la repugnante copia protestante del rito montiniano, que un Cura de Ars habría visto con horror.

Esta Misa, la Misa de la Santa Iglesia, la Misa de los Apóstoles y Mártires de todos los tiempos, nuestra Misa es el verdadero escándalo de ellos. No lo son los lazos y los sombreros romanos; no lo son las mozetas y los roquetes: la verdaderamente discriminada es la Misa Católica, y contra ella arremeten con la rabia propia de los herejes, quienes predican la acogida y la inclusión, válida para todos y sin condiciones, salvo para los buenos sacerdotes y los buenos fieles. Esto, de hecho, bastaría para ignorar totalmente los últimos estertores de una Jerarquía cegada en el intelecto y en la voluntad porque está alienada de la Gracia.

Esta enésima prueba de fuerza de Cupich, cínica y despiadada con los fieles incluso antes de que con los Canónigos del Instituto, puede constituir un momento de saludable reflexión sobre tantas omisiones y tantos malentendidos que deben ser aclarados, especialmente en el asunto de la aceptación de la mens conciliar y del “magisterio” bergogliano. Confío en que los Canónigos de Cristo Rey y todos los Institutos ex Ecclesia Dei sabrán ver en estos días de prueba una preciosa oportunidad de purificación, testimoniando con valentía la necesaria coherencia entre la profesión de la Fe y su expresión cultual en la Misa, y la consiguiente imposibilidad de conciliación entre éstas y las desviaciones doctrinales y litúrgicas del Vaticano II. Porque no es posible celebrar la Misa de San Pío V y aceptar al mismo tiempo los errores de sus enemigos.

Cupich lo sabe muy bien, y por eso quiere impedir la celebración de esa Misa. Sabe lo poderoso que es un exorcismo contra los siervos del demonio, mitrados o no. Sabe lo inmediatamente comprensible que es para cualquiera, por su sentido sobrenatural de lo sagrado y de lo divino -el mysterium tremendum de Moisés frente a la zarza ardiente- y cómo abre los ojos de los fieles, calienta sus corazones e ilumina sus mentes. Después de décadas de inenarrables tormentos, los fieles pueden acercarse a la Majestad de Dios, convertirse, cambiar de vida, educar a sus hijos en la santidad y propagar la Fe con el ejemplo. ¿Qué puede ser más deseable para un obispo que es verdaderamente el pastor de las ovejas que el Señor le ha confiado? ¿Y qué más detestable, para los que quieren que esas ovejas sean despedazadas por los lobos o verlas precipitarse al abismo?

Los fieles, los sacerdotes y los obispos tienen el sagrado deber imperativo de levantarse contra las decisiones de estos personajes ampliamente desacreditados y de exigir, sin ceder, que la venerable Liturgia Tridentina siga siendo un baluarte inviolable de la doctrina, de la moral y de la espiritualidad. Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres (Hch 5, 29), especialmente cuando éstos han mostrado, con su propia conducta reprobable, que no aman ni a Dios ni a sus hermanos en la Fe.

 

+ Carlo Maria Viganò, Arzobispo

20 de julio de 2022

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