Desideratus cunctis gentibus
Desideratus cunctis gentibus
La Encarnación del Verbo de Dios inaugura el Señorío de Cristo
sobre la Iglesia y las Naciones
Meditación para Adviento y Santa Navidad
Aprended, avisados, justicia y a no desdeñar a los dioses.
Este vendió por oro a su patria y a un señor poderoso le impuso;
fijó leyes y las abolió por dinero;
este invadió el tálamo de su hija e himeneos prohibidos:
todos osaron un delito enorme y lograron lo osado.
Æn., VI, 620-624
I. Preámbulo
La doctrina de la Realeza de Cristo constituye un discrimen entre la Iglesia católica y la “Iglesia conciliar”, es más, es la línea divisoria entre la ortodoxia católica y la heterodoxia neomodernista, porque los seguidores del laicismo y del secularismo liberal no pueden aceptar que el Señorío de Nuestro Señor se extienda a la esfera civil, sustrayéndola a la arbitrariedad de los poderosos o a la voluntad de las masas manipulables. Sin embargo, la idea misma de que la autoridad tiene su fundamento en un principio trascendente no nació con el cristianismo, sino que forma parte de nuestra herencia grecorromana. La misma palabra griega ἱεραρχία indica por un lado la “administración de las cosas sagradas”, pero también el “poder sagrado” de la autoridad, donde los compromisos que lleva aparejados constituyen significativamente una λειτουργία, un cargo público del cual se hace cargo el Estado.
Del mismo modo, la negación de este principio es prerrogativa del pensamiento herético y de la ideología masónica. La laicidad del Estado constituye la principal reivindicación de la Revolución Francesa a la que el protestantismo proporcionó las bases teológicas, mutadas más tarde en un error filosófico con el liberalismo y con el materialismo ateo.
Esta visión de un todo coherente y armonioso que atraviesa el paso del tiempo y cruza las fronteras del espacio, conduciendo a la humanidad a la plenitud de la Revelación de Cristo, fue propia de esa civilización que hoy se quiere remover y borrar en nombre de una distopía que es inhumana por ser intrínsecamente impía, ya que se origina en el odio inextinguible del Adversario, eternamente privado del Bien supremo a causa de su propio orgullo y rebelión contra la Voluntad de Dios.
No sorprende que nuestros contemporáneos no logren comprender las razones de la crisis actual: se han dejado defraudar del patrimonio de sabiduría y memoria constituido a lo largo de la historia gracias a la intervención pedagógica de la Providencia, que ha inscrito en el corazón de cada hombre los principios eternos que deben guiar todos los aspectos de su vida. Esta admirable παιδεία ha permitido que los pueblos alejados de Dios e inmersos en las tinieblas del paganismo pudieran prepararse, sin embargo, por medios naturales para la irrupción de la dimensión sobrenatural en la Historia, para el advenimiento de Cristo, en Quien todo se recapitula y se muestra como parte del κόσμος divino.
Cuando Augusto ordenó la publicación de las Eneidas -que Virgilio había mandado destruir en su testamento por considerarla incompleta- acababa de iniciarse en todo el Imperio la pax romana; una pax concedida al mundo para acoger la Encarnación del Hijo de Dios y arrebatar a la humanidad de la esclavitud de Satán. De aquella paz solemne y sagrada resuenan aún hoy las grandiosas palabras del Martirologio Romano, que volveremos a escuchar en la mañana de Nochebuena:
Fundada por la ciudad de Roma en el año setecientos cincuenta y dos, en el año cuarenta y dos del reinado de Octavio Augusto, el mundo entero se compuso en paz… Jesucristo, Dios eterno e Hijo del Padre eterno, queriendo consagrar el mundo con su piadosísima venida, concebido por el Espíritu Santo,… nace en Belén de Judea de la Virgen María y se hace hombre.
Sólo cuarenta años antes del Nacimiento del Salvador, Virgilio tuvo ocasión de frecuentar a los hijos de Herodes que habían ido a estudiar a Roma: fue por ellos que conoció las profecías
mesiánicas del Antiguo Testamento y el anuncio del inminente nacimiento del Puer cantado en la Égloga IV:
Jam redit et Virgo, redeunt Saturna regna,
jam nova progenies cœlo demittitur alto.
Tu modo nascenti Puero, quo ferrea primum
desinet, ac toto surget gens aurea mundo,
casta fave Lucina: tuus jam regnat Apollo[1].
y que Dante hace recordar a Stazio en el Purgatorio (XXII, 70-72):
El tiempo se renueva;
Vuelve la justicia y la primera edad del hombre,
Y nueva progenie desciende del cielo.
En esta espera ansiosa del advenimiento de Cristo, Augusto salva de la destrucción al poema de Virgilio, viendo en él ese anhelo de un mundo en el que exista la paz, después de un siglo de guerras civiles. Vio en Eneas el modelo de quien se reconoce pius en cuanto respetuoso de la voluntad divina y de los vínculos que de ella derivan hacia la Patria y la familia, inserto por la Providencia en los acontecimientos contingentes de la historia, participando de la voluntad de Dios fijada en la eternidad.
Podemos comprender fácilmente por qué el alma de una persona justa y honesta, aunque privada de la Fe, podría sentirse movida hacia un destino noble, ante el cual los dioses falsos y mentirosos callan, la Sibila permanece muda y el Oráculo de Aracœli se retira. Vemos entonces en el destino (fato) –fas en latín- una referencia al verbo fari, que significa “hablar” y remite al Verbo de Dios, a la Palabra eterna pronunciada por el Padre. El cristiano permanece admirado de tanta bondad paternal, de esa mano providente que acompaña a la humanidad errante en las tinieblas hacia la Luz de Cristo, Redentor del género humano.
En esta visión de la Historia y de la intervención de Dios en ella hay algo inefable que conmueve y espolea al Bien, que despierta en las almas la esperanza de actos heroicos, de ideales por los que luchar y dar la vida.
Fue sobre esta perfecta composición de lo temporal y lo eterno, de la naturaleza y la Gracia, que el mundo pudo acoger y reconocer al Mesías prometido, el Príncipe de la Paz, el Rex pacificus vencedor del pecado y de la muerte, el Desideratus cunctis gentibus. Del Cenáculo a las catacumbas, de las comunidades de los primeros cristianos a las basílicas romanas convertidas al culto del Dios verdadero, se eleva la oración que el Señor enseñó a los Apóstoles: adveniat regnum tuum, fiat voluntas tua sicut in cœlo et in terra. Así, un imperio pagano se convirtió en cuna del cristianismo, y con sus leyes y su influencia civil y social hizo posible la difusión del Evangelio y la conversión de las almas a Cristo. Almas sencillas, ciertamente, pero también almas de personas eruditas, de nobles romanos, de funcionarios imperiales, de diplomáticos e intelectuales, que llegaban verse -como el pius Æneas– involucrados en un plan providencial, llamados a dar un sentido a esas virtudes cívicas, a ese anhelo de justicia y de paz que sin la Redención habría quedado incompleto y estéril.
II. El rol “providencial” del Estado
En esta visión “medieval” y cristiana de los acontecimientos, la economía de la Salvación reconoce a los individuos el privilegio de ser ellos mismos parte de este gran plan de la Providencia divina: una actuosa participatio -perdón por el préstamo de una locución querida por los Novatores- del hombre en la intervención de Dios en la Historia, en la que la libertad de cada individuo se enfrenta a la elección moral, y por tanto decisiva para su destino eterno, entre el Bien y el Mal, entre conformarse a la voluntad de Dios –fiat voluntas tua– y seguir la propia –non serviam– desobedeciéndole.
Sin embargo, precisamente en la adhesión de los individuos a la acción de la Providencia comprendemos cómo la sociedad terrenal, compuesta por estos individuos, asume a su vez un rol en el plan de Dios, permitiendo que las acciones de sus miembros sean dirigidas más eficazmente por la autoridad de los gobernantes hacia el bonum commune que los une en la persecución del mismo fin.
El Estado, como sociedad perfecta -es decir, que posee en sí mismo todos los medios necesarios para la consecución del quid unum perficiendum-, reviste entonces una función propia, ordenada primordialmente al bien de los ciudadanos, a la protección de sus legítimos intereses, a la protección de la Patria frente a los enemigos exteriores e interiores y al mantenimiento del orden social. Va de suyo que, experimentando los intentos y fracasos de quienes nos precedieron -según la visión eminentemente cristiana de Giambattista Vico- los pueblos civilizados han sabido captar la importancia del estudio de la Historia, permitiendo un verdadero progreso y reconociendo la validez del pensamiento aristotélico-tomista precisamente porque se desarrollaba sobre la base del conocimiento de la realidad y no sobre la creación de teorías filosóficas abstractas.
Esta visión del buen gobierno la encontramos emblemáticamente representada en los frescos de Ambrogio Lorenzetti en el Palazzo Pubblico de Siena, confirmando la profunda religiosidad de la sociedad medieval; una religiosidad de la institución, ciertamente, pero compartida y hecha propia por quienes, investidos de funciones públicas, consideraban su propio rol como expresión coherente con el orden divino -el κόσμος, precisamente- impreso por el Creador en el cuerpo social.
Tenemos un ejemplo de este rol histórico del Imperio Romano en las Eneidas (VI, 850-853):
Tú, romano, recuerda tu misión:
ir rigiendo los pueblos con tu mando.
Estas serán tus artes:
imponer leyes de paz, conceder tu favor a los humildes
y abatir combatiendo a los soberbios.
Fue la conciencia de esta misión providencial lo que hizo grande a Roma; fue la traición de esta tarea a causa de la corrupción de las costumbres lo que decretó su caída.
III. El concepto de laicidad y la secularización del poder
Tampoco habría sido posible de otro modo, desde el momento que el concepto de “laicidad del Estado” era completamente impensable para los gobernantes y para los súbditos de las naciones occidentales de cualquier época anterior a la seudo reforma protestante. Sólo a partir de finales del Renacimiento la teorización del ateísmo permitió formular un pensamiento filosófico que sustraía al individuo el deber de reconocer y rendir culto público a la divinidad; y fue con la Ilustración cuando los principios masónicos conocieron una difusión a través de la secularización forzosa de la sociedad civil que siguió a la Revolución Francesa, el derrocamiento de las Monarquías de derecho divino y la feroz persecución contra la Iglesia Católica.
Hoy en día, el mundo contemporáneo considera un mérito reivindicar su propia laicidad, mientras que en el mundo grecorromano, la rebelión contra los dioses se consideraba una marca de impiedad y un signo de rebelión contra el Estado, cuya autoridad era la expresión de un poder sancionado y ratificado desde lo alto. Discite justitiam moniti, et non temnere divos, amonesta Flegias, sumido en el Tártaro y condenado a gritar sin cesar esta advertencia (Æn., VI, 620). La cultura clásica que hemos heredado como premisa natural para la difusión del cristianismo y que la Edad Media reconoció y valoró, se basa entonces en el deber de no despreciar a los dioses, mostrando cómo la ausencia de religio es la causa de la ruina de la nación, desde la traición a la Patria hasta la instauración de la tiranía, desde la promulgación o abolición de leyes por intereses económicos hasta la violación de los preceptos más sagrados de la vida civilizada[2]. Para demostrar lo fundados que eran esos temores, podemos contemplar los escombros de la sociedad contemporánea, capaz de legitimar horrores sin precedentes como el asesinato de inocentes en el vientre materno, la corrupción de los niños con la teoría de género y la sexualización de la infancia, su utilización en los rituales infernales del lobby pedófilo, cuyos infames miembros ocupan puestos de poder y a los que nadie, hasta ahora, se atreve a perseguir y condenar. El mundo contemporáneo está gobernado por una secta de servidores del demonio, entregados al mal y a la muerte: cerrar los ojos ante tales monstruosidades convierte a quienes callan en cómplices culpables de esos horrendos crímenes que claman venganza a los ojos de Dios.
IV. La sacralidad de la autoridad
Hasta la Revolución Francesa, los gobernantes encontraban su legitimidad en el ejercicio de la autoridad en nombre de Dios, y con ello los gobernados veían protegidos sus derechos frente a los abusos de poder, ya que todo el cuerpo social estaba jerárquicamente ordenado bajo el poder supremo del único Señor, reconocido como Rex tremendæ majestatis precisamente por ser también Juez de Reyes y Príncipes, de Papas y Prelados. Coronas, tiaras y mitras salpican las representaciones del infierno en los Juicios Finales de nuestras iglesias.
Este carácter sagrado de la autoridad no es un concepto añadido posteriormente a un poder que nació originalmente como neutral. Por el contrario, todo poder se ha referido siempre a la divinidad, tanto en Israel como en las naciones paganas, para adquirir posteriormente en el mundo occidental la plenitud de la investidura sobrenatural con el advenimiento del cristianismo y su reconocimiento como religión de Estado por el emperador Teodosio. Así, el Emperador de Oriente era Cæsar en una Corte que hablaba latín en Bizancio; el Zar de las Rusias y el de los Búlgaros eran igualmente Césares, para llegar después al Sacro Imperio Romano Germánico, cuyo último Soberano, el Beato Carlos de Habsburgo, fue derrocado por la Masonería en la Primera Guerra Mundial.
La educación de los futuros soberanos, de la nobleza y del clero gozaba de la más alta consideración, y no se limitaba a proporcionar instrucción intelectual y práctica, sino que preveía necesariamente una formación moral y espiritual específica que garantizaba principios sólidos, el hábito de la disciplina, la capacidad de dominar las propias pasiones y la práctica de las virtudes de gobierno. Todo un sistema social hacía conscientes a quienes ejercían la autoridad de su responsabilidad ante Cristo Rey, único titular del Señorío temporal y espiritual que sus ministros en la tierra debían ejercer en forma estrictamente vicaria. Por esta razón, como ocurrió por ejemplo en el caso de Federico II de Suabia, la superioridad de la Autoridad espiritual de la Iglesia sobre la temporal de los Soberanos permitía al Romano Pontífice liberar del vínculo de la obediencia a los súbditos de un Rey que abusaba de su poder.
V. La secularización extendida a toda autoridad
A la secularización de la autoridad civil ha seguido más recientemente la secularización de la autoridad religiosa, que con el Concilio Vaticano II ha sido significativamente despojada -no sólo exteriormente- de su sacralidad en beneficio de una visión profana (y revolucionaria) en la que el poder eclesiástico proviene de abajo, en virtud únicamente del Bautismo, y es delegado por el “pueblo sacerdotal” a sus representantes, a los que se les han conferido funciones de presidencia, tal como acontece en las sectas calvinistas.
La paradoja es aquí aún más evidente, porque introduce en la Iglesia -desnaturalizándola- las dinámicas tolerables en una sociedad civil que no reconoce derechos a la verdadera Religión, al tiempo que las legitima apropiándoselas. En esta perspectiva, las gravísimas desviaciones propagadas hoy por el Sínodo sobre la Sinodalidad en clave democrática y parlamentarista no son sino la puesta en práctica de los principios teorizados por el Concilio, para el cual la laicidad -es decir, la ruptura del vínculo entre la autoridad terrenal y su legitimación sobrenatural- debería haberse extendido a toda sociedad humana, excluyendo igualmente toda tentación “teocrática” por obsoleta e inoportuna.
Inevitablemente, ninguna autoridad fue ajena a este proceso, desde la del paterfamilias a la del maestro, desde la del magistrado a la del funcionario: el deber de los sometidos de obedecer y de los que la ejercían de administrarla sabia y prudentemente recordaban la paternidad divina de Dios y como tal debía ser deslegitimada, pues la rebelión es ante todo contra la autoridad de Dios Padre. El 68’ no fue más que una derivación de la Revolución, en la que lo que el liberalismo había conservado por utilitarismo o conveniencia para garantizar un mínimo de orden social fue finalmente demolido, llevando a las naciones occidentales a la anarquía.
VI. La acción subversiva de las sociedades secretas
La secta infame, consciente del poder de la alianza entre Trono y Altar, conspiró en la sombra para corromper a los gobernantes y atraer a la nobleza a sus filas, empezando por la dinastía de los Capeto. En realidad, ya en los principados alemanes con la herejía protestante y luego en la Inglaterra de Enrique VIII con el cisma anglicano, existían activos conventillos de iniciados de matriz gnóstica opuestos al Papado y a los legítimos soberanos leales a él. Sin embargo, es cierto y está documentado que la Revolución constituyó el instrumento principal con el que las sociedades secretas golpearon a las naciones católicas para arrancarlas de la Fe y esclavizarlas a sus propios fines ideológicos y económicos, y allí donde la masonería logró actuar recurrió siempre a los mismos instrumentos y a la misma propaganda, para obtener la secularización de las instituciones públicas, la anulación de la Religión de Estado, la abolición de los privilegios eclesiásticos y de la enseñanza católica, la legitimación del divorcio, la despenalización del adulterio, la difusión de la pornografía y de otras formas de vicio. Porque ese mundo cristiano en todos los aspectos de la vida cotidiana tenía que ser borrado y sustituido por una sociedad impía, irreligiosa, dedicada a la gratificación de los placeres más bajos, refractaria hacia la virtud, la honestidad, la rectitud: éstas son las “conquistas” de la ideología liberal, lo que el anticlericalismo más abyecto considera “progreso” y “libertad”.
Las innumerables condenas del Magisterio a las sectas secretas estaban ampliamente justificadas por la amenaza a la paz de las naciones y a la salvación eterna de las almas. Mientras la Iglesia tuvo en la autoridad civil un aliado válido, la acción de la masonería avanzó lentamente y se vio obligada a disimular sus intentos criminales.
Fue sólo con la corrupción de la autoridad eclesiástica, perseguida con paciente trabajo de infiltración y llevada a término a finales del siglo XIX gracias al Modernismo, que la masonería pudo contar con la complicidad de clérigos rebeldes y fornicadores, extraviados en el intelecto y en la voluntad, por eso mismo fácilmente esclavizables y chantajeables. Sus carreras en las filas de la Iglesia, detenidas por la vigilancia clarividente de San Pío X, se reanudaron tranquilamente en los últimos años del pontificado de Pío XII, entonces enfermo, y experimentaron un impulso bajo Juan XXIII, probablemente él mismo miembro de una logia eclesiástica. Una vez más vemos cómo la corrupción de los individuos es funcional para la disolución de la institución a la que pertenecen.
VII. La Revolución en el campo civil, social y económico
La Revolución que se inició en Francia en 1789 tuvo la misma modalidad de actuación: primero la corrupción de la aristocracia y del clero; después la acción de las sociedades secretas infiltradas por todas partes; a continuación la propaganda mediática contra la Monarquía y la Iglesia, y paralelamente la organización y financiación de motines y protestas callejeras para agitar al pueblo, empobrecido y sobrecargado de impuestos debido a las especulaciones de la alta finanza internacional y de la insuficiencia de la respuesta del Estado a las mutaciones del sistema económico europeo. También en ese caso la palanca principal que permitió a la teoría subversiva de la masonería traducirse en una verdadera revolución estaba representada por la clase que tenía mayor interés en apropiarse de los bienes de los nobles y de la Iglesia, no sólo para poner en venta un patrimonio inestimable de propiedades, muebles y obras de arte, sino también para transformar radicalmente el tejido socioeconómico tradicional, empezando por la explotación de los latifundios, hasta entonces abandonados para producir a lo sumo según ritmos naturales y sistemas arcaicos. De hecho, después de la Revolución Francesa tuvimos la Primera Revolución Industrial, que con la invención del motor a vapor y la mecanización de la producción forzó las migraciones masivas de obreros y campesinos del campo a la metrópoli, para convertirlos en mano de obra barata, después de haberles privado de la posibilidad de ganarse la vida en forma independiente e inducidos a la miseria con nuevos impuestos y gravámenes. Todo el siglo XIX es una confirmación de que la matriz ideológica de la Revolución se basa en una herejía doctrinal intrínsecamente ligada al beneficio económico y a la dominación financiera.
La Segunda Revolución Industrial tuvo lugar en el periodo comprendido entre el Congreso de París (1856) y el Congreso de Berlín (1878), e involucró principalmente a Europa, Estados Unidos y Japón en nuevos avances tecnológicos forzosos como la electricidad y la producción en masa. La Tercera comenzó en los años 50 y se extendió a China e India, y afectó principalmente a la innovación tecnológica, la informática y la telemática, para ampliarse después a la nueva economía (new economy), a la economía verde (green economy) y al control de la información. Con ello se pretendía crear un clima cultural de confianza neopositivista en las posibilidades de la ciencia y de la tecnología para proveer al bienestar material de la humanidad; la acción de manipulación de las masas dio amplio espacio a la imaginación de lo que podría llegar a ser la sociedad, sugestionándola con el tema cinematográfico de la ciencia ficción.
Con el año 2011 comienza por último la Cuarta Revolución Industrial, que consiste en la creciente compenetración entre el mundo físico, digital y biológico. Es una suma de avances en inteligencia artificial (IA), robótica, Internet de las Cosas (IoT), impresión 3D, ingeniería genética, ordenadores cuánticos y otras tecnologías. El teórico de este proceso distópico es el tristemente célebre Klaus Schwab, fundador y director ejecutivo del Foro Económico Mundial.
VIII. La secularización de la autoridad premisa del totalitarismo
Separar artificialmente la armonía y la complementariedad jerárquica entre la autoridad espiritual y la autoridad temporal fue una operación miserable que creó la premisa, siempre que se aplicaba, para la tiranía o la anarquía. La razón es demasiado obvia: Cristo es Rey tanto de la Iglesia como de las naciones, porque toda autoridad proviene de Dios (Rom 13, 1). Negar que los gobernantes tienen el deber de someterse al Señorío de Cristo es un gravísimo error, porque sin la Ley Moral el Estado puede imponer su voluntad al margen de la voluntad de Dios, subvirtiendo así el κόσμος divino de la Civitas Dei para sustituirlo por el arbitrio y el χάος infernal de la civitas diaboli.
Hoy, las naciones occidentales son rehenes de potentados que no responden de sus decisiones ni ante Dios ni ante el pueblo, porque no obtienen su legitimidad ni de lo alto ni de abajo. El golpe de Estado preparado y llevado a cabo por el lobby subversivo del Foro Económico Mundial ha despojado de hecho a los gobiernos de su independencia frente a las presiones externas y a los Estados de su soberanía. Pero este proceso disolvente ha quedado ahora al descubierto por la arrogancia con que los sátrapas del Nuevo Orden Mundial -todo es nuevo cuando les concierne, y todo es viejo cuando se trata de derrocarlo- han revelado sus planes, creyéndose ahora próximos a la victoria definitiva. Hasta tal punto que incluso intelectuales a los que difícilmente se puede acusar de conservadores empiezan a denunciar las intolerables injerencias de Klaus Schwab y sus adláteres en el gobierno de las naciones. Hace unos días el profesor Franco Cardini dijo: “Las fuerzas que dirigen la economía y las finanzas eligen, corrompen y determinan a la clase política, que se convierte así en un comité empresarial” (aquí). Y sabemos muy bien que detrás de este “comité empresario” se persiguen fines de lucro ciego en detrimento de la economía de los Estados, pero también inquietantes proyectos de control capilar de la población, de despoblación forzosa, de cronificación de las patologías con vistas a la privatización total de los servicios públicos. La mentalidad que preside este Gran Reinicio es la misma que animaba a la burguesía y a los usureros de siglos pasados, preocupados por explotar los latifundios que la nobleza y el clero no consideraban fuente de lucro.
Lo aborrezco porque es cristiano y más aún porque tiene la torpe simplicidad de prestar dinero gratis, disminuyendo así los frutos que se podrían obtener[3].
Para ellos, la humanidad es un fastidioso bochorno que hay que racionalizar y convertir en instrumento para la consecución de sus propios fines criminales, y la moral cristiana es un odioso estorbo para la instauración de un gobierno en manos de las finanzas: si esto es posible hoy en día, es porque no existe ninguna referencia moral trascendente que ponga freno a sus delirios, ni ningún poder que escape a esta cobarde sumisión a los intereses privados. Y aquí comprendemos cómo la situación actual es esencialmente una crisis de autoridad, más allá de la comprensión por parte de los individuos respecto a la amenaza representada por el golpe de Estado global de la élite usurera.
IX. La Navidad de Cristo
El Nacimiento del Salvador ha representado la irrupción de la eternidad en el tiempo y en la historia, con la Encarnación de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad en el seno virginal de María Santísima. En la persona de Nuestro Señor, verdadero Dios y verdadero hombre, la autoridad de Dios se suma a la del descendiente de la estirpe real de David, y la Redención de la humanidad mediante el Sacrificio de la Cruz restablece en la economía de la Gracia el orden divino quebrantado por el pecado original inspirado por la Serpiente.
El Rey Niño, acostado en el pesebre, se muestra a la adoración de los pastores y de los Magos envuelto en pañales, como era prerrogativa de los soberanos: et hoc vobis signum (Lc 2, 6)[4]. Mueve las estrellas y es honrado por los Ángeles, pero elige como trono el belén, la pobre choza de Belén como su palacio terrenal, así como en el Gólgota -y en la visión del Apocalipsis- es la Cruz la que es el trono de gloria. Nuestro Señor recibe el homenaje de los sabios de Oriente en reconocimiento a los títulos de Rey, Sacerdote y Profeta; pero ya debe huir de aquellos que lo ven como una amenaza a su propio poder. Herodes insensato y cruel, que no entiende que non eripit mortalia, qui regna dat cœlestia[5]. Necios y crueles son los poderosos de hoy, que en la masacre de millones de inocentes -masacre realizada en sus cuerpos y en sus almas- quieren consolidar su propia tiranía de muerte, y que en la esclavitud de los pueblos renuevan su rebeldía contra al Rey de reyes y Señor de los gobernantes, que redimió a esas almas con su propia Sangre.
Pero es en la humilde afirmación de su Señorío donde el Niño de Belén manifiesta la divinidad del Hijo de Dios en la unión hipostática del Hombre-Dios. Una divinidad que une la omnipotencia del Pantocrátor con la fragilidad del lactante, el juicio tremendo del Juez supremo con el llanto del recién nacido, la eternidad inmutable de la Palabra de Dios con el silencio del infante, el esplendor de la gloria de la Majestad divina con la miseria de un refugio para animales en la gélida noche de Palestina.
En esta aparente contradicción que une admirablemente la divinidad y la humanidad, el poder y la debilidad, la riqueza y la pobreza, encontramos también la lección que todos nosotros, y especialmente quienes ejercen la autoridad, debemos extraer para nuestra vida espiritual y para nuestra propia supervivencia.
También el Soberano, el Príncipe, el Pontífice, el Obispo, el Magistrado, el maestro, el médico y el padre gozan de un poder que procede de la esfera de la eternidad, de la Realeza divina del Hijo de Dios, porque en el ejercicio de su autoridad actúan en nombre de Aquél que la legitima siempre que permanezcan fieles a aquello para lo que fue concebida. Quien a ti te escucha, a Mí me escucha. Y el que me desprecia, desprecia al que me ha enviado (Lc 10, 16). Por eso, obedecer a la autoridad civil y eclesiástica significa obedecer a Dios, en el orden jerárquico que Él ha decretado. Por eso, desobedecer a quienes abusan de su autoridad es igual de necesario, para salvaguardar ese orden que tiene su centro en Dios, y no en el poder terrenal que es su vicario. De lo contrario, se acaba adorando al poderoso, rindiéndole el homenaje al que sólo tiene derecho en la medida sólo en cuanto, a su vez, está sometido a Dios.
Hoy, en cambio, la deferencia hacia quienes ostentan posiciones de poder no sólo no tiene ningún vínculo de subordinación obediente a Cristo Rey y Pontífice, sino que, de hecho, es su enemiga. Y donde la supuesta soberanía popular propagada por la quimera de la democracia se ha revelado como un colosal engaño en perjuicio del pueblo que no tiene a quien recurrir para ver protegidos sus derechos. Por otra parte, ¿qué “derechos” podrían reclamar quienes han tolerado que les usurpen a Dios? ¿Cómo extrañarse de que el poder mute en tiranía, cuando aceptamos que ya no tiene conexión con lo trascendente, única garantía de justicia para el pobre, el exiliado, el huérfano y la viuda?
X. Restaurar todas las cosas en Cristo
El aparente triunfo de los malvados -desde los criminales del Foro Económico Mundial hasta los herejes del “camino sinodal”- nos pone frente a la cruda realidad del Mal, destinado efectivamente a la derrota final, pero también permitido por la Providencia como instrumento de castigo para la humanidad extraviada. Porque la pobreza, las epidemias, la miseria inducida por crisis planificadas, las guerras despiadadas movidas por intereses económicos, la corrupción de las costumbres, la matanza de los inocentes reconocida como “derecho humano”, la disolución de la familia, la ruina de la autoridad, la disolución de la civilización, la barbarización de la cultura y del arte, la aniquilación de todo impulso hacia la virtud y el Bien no son más que consecuencias necesarias de una traición llevada a cabo gradualmente pero siempre en la misma dirección y la premisa de lo peor que está por venir: el desprecio a Dios, el miserable desafío del non serviam hacia la Majestad divina, tanto más despiadado y furioso cuanto mayor es la presunción satánica de poder ganar una batalla de la que Satanás saldrá eternamente derrotado.
Duerme, oh Niño; no llores;
duerme, oh Niño Celestial:
sobre tu cabeza chillando
no te atrevas a las tormentas,
uso en la tierra malvada,
como caballos en la guerra,
corre delante de Ti [6].
Recapitular todas las cosas en Cristo (Ef 1, 10), significa recomponer el orden quebrantado por el pecado, tanto en el orden natural como en el sobrenatural, tanto en la esfera privada como en la pública, restituyendo la corona real al Rey de reyes, a quien en un delirio de ὕβρις la Revolución se la arrebató; y antes aún, restituyendo la triple corona al Sumo Pontífice, arrancada con la ideología del Vaticano II y con la apostasía de este “pontificado”.
Papas y reyes, prelados y gobernantes de naciones, fieles de la Iglesia y ciudadanos de los Estados deben volver, en una palingenesia movida por la Gracia, a Cristo, a Cristo Rey y Pontífice, al único Vindicador de los verdaderos derechos de su pueblo, al único Protector de los débiles y oprimidos, al único Vencedor de la muerte y del pecado. Y en este camino de retorno a Cristo, será la humildad la que nos guiará para saber desandar, hacia atrás, el cómodo camino de perdición que hemos emprendido al abandonar el camino del Calvario que nos marcó el Señor. Un camino que Él recorrió primero, y en el que nos acompaña a través de la Gracia de los Sacramentos, que conduce a la Cruz como única premisa para la gloria de la Resurrección.
Quienes creen que siguiendo por este camino es posible cambiar las cosas; que se puede poner un límite a la ideología de muerte y pecado del Nuevo Orden Mundial; que se puede impedir que los impíos propaguen los horrores de la pedofilia, la perversión, la eliminación de los sexos y el asesinato de niños, débiles y ancianos. Si el mundo se ha convertido en un infierno gracias a la Revolución, sólo puede volverse menos malvado y mortífero mediante una acción contrarrevolucionaria. Si la Jerarquía se ha convertido en receptáculo de herejes, corruptos y fornicadores gracias al Vaticano II y a la liturgia reformada, sólo puede volver a ser imagen de la Jerusalén celestial volviendo a lo que hicieron los Apóstoles, Padres y Doctores, Santos, Papas y Obispos hasta antes del Concilio. Continuar por el camino de la perdición conduce, precisamente, a la perdición: la diferencia radica únicamente en la velocidad de la carrera hacia el abismo.
Cuanto antes cada uno de nosotros sepamos reforzar nuestra pertenencia a Cristo, tanto antes comenzará el retorno de la sociedad a su Señor. Y esta pertenencia incondicional a un Dios que se encarnó para redimirnos debe realizarse a partir de la humilde adoración del Niño Rey, a los pies del pesebre, junto a los pastores y a los Magos.
Duerme, oh Celestial: los pueblos
no saben quién nació;
pero llegará el día en que los nobles
serán tu herencia;
que en ese humilde reposo,
que está en el polvo oculto,
conocerán al Rey [7].
Que llegue, pues, para todos nosotros, el bendito momento en el que, tocados por la Gracia y conmovidos por la saludable visión del infierno en la tierra que se prepara si asistimos impasibles a la instauración de la distopía globalista, reconozcamos al Rey. Y en quien, habiéndole reconocido, podemos combatir bajo su santo estandarte junto con la terrible Vencedora de Satanás -la Inmaculada- la batalla de época contra el Enemigo del género humano. Será una criatura, una Mujer, una Virgen, una Madre que aplastará la cabeza de la antigua Serpiente, y con ello la de sus malditos seguidores.
+ Carlo Maria Viganò, Arzobispo
17 de diciembre de 2022
Cuarto Sábado de Adviento
[1] “Ahora vuelve la Virgen, vuelven los reinos de Saturno, ya desciende un nuevo linaje desde las alturas del cielo. Tú, Lucina pura, sé propicia al Niño que está a punto de nacer, para quien por primera vez terminará el período de las guerras y amanecerá la edad de oro; ya tu Apolo reina en el trono” (Virgilio, Egloga IV, 6-10).
[2] ¡Aquí está mi ejemplo! ¡Ama la justicia y no desprecies a los dioses! Vendió estos la patria y tirano orgulloso
Él imponía a los ciudadanos; otros las leyes Hizo y deshizo a un precio; él la cama Invadió la cama de su hija para ensuciar las nupcias: Cosas impías a las que atreverse todos estaban dispuestos ¡Y de audacia hasta consumir el extremo!
[3] William Shakespeare, El Mercader de Venecia, Acto I, Escena III, Shylock, a parte.
[4] Véase el estudio exegético de monseñor Francesco Spadafora, en Dizionario biblico, Studium, 1963.
[5] “El que da los reinos de los cielos no redime a los mortales”, Himno Crudelis Herodes para las Vísperas de Epifanía.
[6] A. Manzoni, Il Natale, versos 99-105.
[7] A. Manzoni, Il Natale, versos 106, 112.