Regina Crucis

Mons. Carlo Maria Viganò

Regina Crucis

Homilía en la fiesta de la Bienaventurada Virgen María,
bajo la invocación de Regina Crucis

Admiramini, gaudete: Christus facti sumus.
‚Bewundert, freut euch: Wir sind Christus geworden.‘
S.cti Augustini, In Johann. Evang. Tract., 21, 8

 

[Asómbrate, regocíjate: hemos sido hechos Cristo
San Agustín, Tratados sobre el evangelio de san Juan, 21, n. 8]

 

La divina Liturgia de esta Misa votiva en honor de la Santísima Virgen María bajo la invocación de Regina Crucis nos propone en la Epístola la visión de la Mujer y del Dragón en el Apocalipsis, visión que ofrece a esta solemne celebración grandes e importantes puntos de meditación.

La Mujer representa a María Santísima y, por tanto, a la Iglesia, de la que es Reina y Madre, siendo Madre de Nuestro Señor y Dios -Cabeza del Cuerpo Místico- y Madre espiritual de los cristianos, que son sus miembros vivos. Bajo sus pies virginales la Mujer tiene a la luna bajo sus pies, símbolo del desprecio de las cosas pasajeras y mutables, opuestas a la eternidad inmutable de Dios. Está vestida con el Sol de Justicia, es decir, puesta bajo la protección de Cristo, y lleva una corona de doce estrellas, los doce Apóstoles que constituyen las gemas de la Iglesia. Los gritos por los dolores del parto aluden al hecho de que la Santa Iglesia -y María Santísima- engendran a los hijos de Dios a la vida de la Gracia, uniendo en la Compasión y en la Corredención sus propios dolores con la Pasión y Redención de Cristo, y mereciendo así la Virgen el título de Reina de la Cruz. La Virgen María estuvo con Cristo mientras Él, desde la Cruz, se proclamaba Soberano del mundo; y al pie de ella se revistió con el manto real de un dolor perfecto, dejándose transverberar y coronar por él, aferrando con su divino Hijo el cetro del sufrimiento.

La Iglesia -María, que es su Madre- engendran también a los más queridos de sus hijos: los Sacerdotes, los Ministros del Sol y de la Sangre, como los llamaba Santa Catalina de Siena. Su nacimiento atrae al Dragón, es decir, a Satanás, porque quiere desgarrarlos para impedir que ellos renueven místicamente el Sacrificio de la Cruz, por medio del cual el Señor restauró en el orden sobrenatural lo que el pecado de Adán había merecido perder. Y desde la expulsión de nuestros Progenitores, la promesa del Protoevangelio (Gn 3, 15) remite infaliblemente a la visión del Apocalipsis, en la que se reproduce la batalla entre Cristo y Satanás, entre el linaje de Cristo que es la Iglesia y el linaje de Satanás que es la antiiglesia o el sanedrín globalista masónico.

Llamo vuestra atención sobre el triple ataque del Dragón: el primero es contra Jesucristo, el Hijo recién nacido de la Mujer (Ap 12, 5), que escapa a sus ataques al ser arrebatado al cielo; el segundo es contra la Mujer (Ap 12, 6), que huye al desierto -alegoría de un lugar protegido de los asaltos de Satanás- durante un periodo de 1.260 días, es decir, 42 meses o 3 ½ años, que es el tiempo del reinado del Anticristo (Ap 12, 6 y 14); el tercero es contra los hijos de la Mujer, es decir, los cristianos y la Iglesia, que sin embargo obtienen la victoria sobre el Dragón gracias a la Sangre del Cordero (Ap 12, 11).

Esta triple distinción del ataque de Satanás me parece muy edificante y significativa: vemos que el demonio ataca siempre a Cristo, primero en su Persona, luego en su Cuerpo místico y finalmente en sus fieles. Sin embargo, la victoria que el Señor quiere obtener sólo se realiza en el tercer ataque: Y el dragón se enfureció contra la Mujer, y se fue a hacer la guerra contra el resto de su descendencia, contra los que guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús (Ap 12, 17). ¿Quiénes son éstos? ¿De quién habla San Juan, cuando alude a la descendencia de la Mujer, sino de aquéllos que permanecieron fieles y no apostataron de la Fe, ni se dejaron arrastrar por la cola del Dragón (Ap 12, 4)? Es un gran consuelo ver cómo el Señor se complace en llamar a sus hijos a combatir en la batalla contra Satanás, para que mediante su generoso abandono en la voluntad de Dios puedan convertirse en dóciles instrumentos del triunfo de Cristo sobre aquél que era homicida desde el principio (Jn 8, 44). El Señor no quiere vencer solo: quiere que su victoria sea también la nuestra, si salimos al campo bajo las banderas de Cristo Rey y de María Reina, que nos han rescatado de nuestro estado de esclavos del demonio, Cristo en la Pasión y Redención y María Santísima en la Compasión y Corredención. Y he aquí que vuelve la Cruz, sobre la que está sentado el Rey y a cuyos pies está la Reina Madre; una Reina y Madre de todo bautizado, pero especialmente de todo Sacerdote, que el Señor ha confiado a Ella como sus valientes súbditos y devotos hijos.

No nos asombremos, entonces, del odio feroz del Dragón hacia los hijos de la Iglesia, que son todos hijos espirituales de María Santísima: ese odio es un reflejo del odio hacia la Iglesia misma, hacia la Virgen Inmaculada y hacia el Hijo de Dios, Nuestro Señor Jesucristo. Asombrémonos más bien si el Dragón no intenta devorarnos, pues significaría que no ve a Cristo en nosotros y que no nos considera un obstáculo en la guerra que libra contra Dios. Asombrémonos si sus siervos nos tratan como amigos, porque debemos deducir de ello que actuamos y pensamos según el espíritu del mundo, y no según Dios.

Es por eso que en esta sociedad corrupta y rebelde -cautiva del Mal por la acción de una élite de pervertidos en sus mentes y en su voluntad- el Dragón de la anti Iglesia está tan desatado contra los Sacerdotes: sabe muy bien lo temibles que son, porque en sus manos el Señor ha puesto el poder divino de consagrar el Cuerpo y la Sangre de Cristo, de ofrecer la Víctima Inmaculada al Padre en el Santo Sacrificio de la Misa, de perpetuar el río de gracias y bendiciones que protege a la Mujer refugiada en el desierto, imagen de la Iglesia. Todo gira en torno a la Cruz, porque es allí donde Satanás ha sido derrotado por Nuestro Señor, es allí donde Su Santísima Madre, unida a la Pasión de su Hijo, pisoteó la cabeza de la Serpiente, como prometió el Protoevangelio. Es allí donde la Madre de la Iglesia se muestra terribilis ut castrorum acies ordinata, contra el caos de las hordas infernales que asedian la Ciudadela.

Sacerdocio, Misa, Eucaristía, María Santísima: estos fundamentos de nuestra Religión son atacados diariamente por el demonio y sus siervos. El Sacerdocio, porque continúa en la Iglesia la acción santificadora de su Cabeza; la Misa, porque es la acción principal del Sacerdocio; la Santísima Eucaristía, que hace a Cristo verdaderamente presente bajo las sagradas Especies y se hace alimento espiritual hacia la patria celestial; la Virgen María, tabernáculo viviente del Altísimo y modelo de esa santa humildad que derriba el orgullo de Lucifer.

Ciertamente, deberíamos temblar ante la suerte de quienes, cegados por el pecado, se ensañan contra lo que tenemos de más eficaz para afrontar esta batalla. Y debería horrorizarnos oír a quien se ha sentado en el Trono del Vicario de Cristo acusar de indietrismo la custodia del depósito de la Fe, de rigidez la fidelidad a la enseñanza de Nuestro Señor, de formalismo la obediencia a lo que Él enseñó a los Apóstoles. Porque esas palabras insensatas, esas declaraciones delirantes que se multiplican desde hace diez años en el silencio narcotizado de la Jerarquía, de los clérigos y de los fieles constituyen la prueba más evidente y desconcertante de la alienación y de la ajenidad de Bergoglio en el rol que desempeña, más aún, de su aversión manifiesta a todo lo que es católico, apostólico y romano; a todo lo que realiza más íntimamente la presencia de Cristo Rey y Pontífice: el Sacerdocio, la Misa, la Eucaristía. Y Ella, que es Madre de la Iglesia y Reina de la Cruz. Se nos hiela la sangre al oír calificar de “disparate” la doctrina de la Corredención y de la Mediación de María Santísima.

No, queridos hermanos: no estamos “enfermos de nostalgia”, porque no somos -ni debemos ser- del mundo, sino en el mundo. Porque las palabras de Nuestro Señor no están sujetas a las modas ni al paso del tiempo: veritas Domini manet in æternum. No lamentamos una época remota, una edad de oro pasada, porque sabemos bien que la batalla entre Cristo y Satanás que comenzó en el Paraíso terrenal está destinada a continuar y a agravarse cuanto más inexorablemente se acerque la redde rationem de los últimos tiempos, que verá al Arcángel San Miguel expulsar a Satanás y a sus satélites, por segunda vez y para siempre, de vuelta al abismo. El nuestro no es un apego al pasado, sino a lo eterno. No es una forma de sustraernos a los desafíos del presente refugiándonos en un oasis de esteticismo, porque si así fuera -y así es, lamentablemente, para algunas comunidades llamadas conservadoras- seríamos culpables de cambiar la forma por la sustancia, comprometiendo los principios para preservar las apariencias exteriores.

Miremos con realismo y sin dejarnos engañar lo que está sucediendo en esta fase crucial de la historia de la humanidad y de la vida de la Iglesia: estamos muy cerca de los últimos tiempos, y tal vez esos tres años y medio durante los cuales la Mujer huirá al desierto no están tan lejos como quisiéramos. Tres años y medio en los que el Anticristo reinará indiscutiblemente sobre el mundo, persiguiendo y martirizando a los fieles ante la indiferencia del mundo, ante el silencio de los medios de comunicación, ante la indiferencia cómplice de los falsos pastores. Es más, con su complicidad estólida y sórdida, que pone en evidencia sus verdaderas intenciones y, lo que es peor, su traición a Nuestro Señor.

Si eres Hijo de Dios, baja de la Cruz: lo repiten los jerarcas de la secta conciliar, cuando abusando de su poder como los Sumos Sacerdotes del Sanedrín quisieran anular el Sacerdocio instituido por Cristo transformando al sacerdote en un funcionario, impedir el Santo Sacrificio de la Misa corrompiéndolo en un banquete convivencial, profanar la Santísima Eucaristía admitiendo a la Comunión a quienes no son dignos de recibirla. Baja de la Cruz, gritan, es decir, no lleves a término la Redención que tanto tememos. Baja del altar, claman hoy: para que esa Redención no se perpetúe y se prolongue en el tiempo, de modo que el Sacrificio de hace mil novecientos noventa años quede confinado al pasado, se haga estéril e improductivo como el talento enterrado en el campo por el siervo infiel. No somos nosotros los indietristas, los enfermos de nostalgia: son más bien ellos los que miran con horror la realidad de su propia guerra ya perdida en ese entonces y tratan por todos los medios de impedir el triunfo de Cristo -después de haber fracasado el ataque contra Él y contra la Mujer vestida de sol- golpeando hoy a los hijos de la Iglesia, a los hijos de María Santísima.

¿Cómo podemos vencer al Dragón? Gracias a la sangre del Cordero y a la palabra de su testimonio (Ap 12, 11): gracias a la Misa, que derrama copiosamente todavía hoy esa Sangre preciosísima para la salvación de las almas; gracias al Sacerdocio, que hace posible la Misa y difunde con la predicación la palabra del testimonio; gracias a la Santísima Eucaristía, Cuerpo y Sangre del Cordero. Y gracias a la Mujer, imagen de María Santísima y de la Iglesia, en cuyo seno se formó Nuestro Señor y de cuyo seno nacen espiritualmente los hijos de Dios.

Observemos los acontecimientos sub specie æternitatis: sólo así comprendemos el engaño de quienes actúan según la mentalidad del mundo -cuyo príncipe es Satanás- y podemos contrarrestarlo. Y no renunciemos a ser como el Señor quiere que seamos, y no como quisieran que seamos en su “visión pastoral” los mercenarios y los lobos vestidos de corderos. A las enésimas, desconcertantes y escandalosas declaraciones de Bergoglio responden por nosotros las palabras del Venerable Pontífice Pío XII: Detrás de los que acusan a la Iglesia de ser rígida sólo está la perversión del Falso Profeta que ataca la Verdad del mismo Cristo. Que así sea.

 

+ Carlo Maria Viganò, Arzobispo

20 Mayo 2023
Sabbato infra Octavam Ascensionis

 

Archivio