Homilia en la fiesta de Cristo Rey

Mons. Carlo Maria Viganò

Fiesta de Cristo Rey

29 de Octubre de 2023

Regnum ejus regnum sempiternum est,
et omnes reges servient ei et obedient

Su reino es un reino eterno
y todos los reyes le sirven y le obedecen.

HABÍA UNA VEZ UN REY. Así comenzaban los cuentos de hadas que nos contaban de niños, cuando el adoctrinamiento ideológico aún no había llegado a corromper a los pequeños en su inocencia y se podía hablar tranquilamente de reyes, de príncipes y princesas y era normal pensar que al menos en el mundo de los cuentos de hadas podría haber un orden social que no estuviera subvertido por la Revolución. Reinos, tronos, coronas, honor, lealtad, caballería eran referentes que trascendían el tiempo y las modas, precisamente por su coherencia con el cosmos divino, con la jerarquía eterna e inmutable de los órdenes celestiales.

También había reyes en las parábolas con las que el Señor instruyó a sus discípulos, y él mismo se proclamó Rey ante Pilato, revestido burlonamente con un manto de púrpura, coronado de espinas y con una caña en lugar de un cetro. Los sinvergüenzas se burlaron de él como Rey, y el gobernador de Judea lo reconoció como Rey cuando hizo colocar en la Cruz la placa que indicaba el motivo de su sentencia de muerte: Jesus Nazarenus Rex Judæorum. El Sanedrín había querido corregir esa placa: No escribas: “El rey de los judíos”, sino: “Este dijo: Yo soy el rey de los judíos”  (Jn 19,  21). Y aún hoy hay quienes quieren negar a Nuestro Señor ese título que tanto inquieta a sus enemigos, por todo lo que implica. Pero precisamente en el momento en que los malvados se sacuden el suave yugo de Cristo y declaran abiertamente su rebelión contra su autoridad soberana, ellos se ven obligados a llenar ese vacío, exactamente como aquéllos que niegan al Dios verdadero terminan adorando ídolos. Pilato dijo a los judíos: “¡He aquí vuestro rey!”. Pero ellos gritaron: “¡Fuera! ¡Fuera! ¡Crucifícale!”. Pilato les dijo: “¿Debo crucificar a vuestro rey?”. Los jefe de los sacerdotes respondieron: “No tenemos más rey que el César” (Jn 19, 15). Es muy triste ver cómo las mentes extraviadas, para no reconocer una realidad evidente y salvífica, prefieren convertirse en esclavos de un poder muy inferior, como es el del Estado, y de un Estado invasor.

Por otra parte, incluso los que sirven a Satanás están dispuestos a servir al Anticristo como rey y a reconocer su reino, del cual el Nuevo Orden Mundial es un inquietante preludio. ¿Pero no es esto en última instancia lo que hacemos cada vez que desobedecemos a Dios? ¿No negamos a Aquél que posee, por derecho y conquista divina, ese señorío universal y absoluto, para luego atribuirlo a las criaturas o usurparlo nosotros mismos? ¿Acaso no nos erigimos en legisladores supremos cada vez que pretendemos sustituir a Aquél que entregó las tablas de la Ley a Moisés en el Sinaí? ¿No hicieron lo mismo nuestros primeros padres cuando escucharon las seducciones de la serpiente y quebrantaron la orden del Señor al comer del fruto del árbol? ¿O los judíos en el desierto, cuando adoraron al becerro de oro?

El poder real está indisolublemente vinculado a la divinidad: los reyes de Israel y los soberanos de las naciones católicas se consideraban vicarios de Dios, investidos de un poder sagrado, conferido con un rito casi sacramental. El ejercicio de la autoridad real -y del gobierno en general- debe, por lo tanto, ser coherente con la voluntad de Dios mismo, de Quien emana. Esta coherencia implica el reconocimiento por parte de la autoridad pública del poder supremo de Dios y la obligación de conformar las leyes del Estado a la Ley natural y divina. Quien crea que puede usar el poder de la autoridad -sea civil o eclesiástica- para un fin distinto o incluso opuesto a aquél para el que la autoridad ha sido instituida por Dios, se engaña miserablemente, y su destino no será distinto del que la Providencia ha reservado a los tiranos y a los soberanos rebeldes a la voluntad divina.

Esto no vale sólo para el poder temporal, sino también -y sobre todo- para el poder espiritual, que por la superioridad jerárquica de sus fines es intrínsecamente superior al poder temporal, y por eso mismo quienes lo ostentan deben adecuarse aún más fielmente a lo que Dios ha enseñado y ordenado. Y si ya es de por sí una incoherencia que quienes están constituidos en autoridad no actúen en su vida privada de acuerdo con los principios de la Fe y de la Moral, es totalmente inaudito que tal incoherencia pueda extenderse al ejercicio mismo de la autoridad. Por eso, las manchas que pesan sobre la conducta personal de un Alejandro VI son incomparablemente menos graves que las de un Papa que, aun cuando tenga una vida no escandalosa, realiza actos de gobierno contrarios a la finalidad del Papado. Y hoy debemos asumir también la realidad de un “papado” en el que los escándalos personales de Jorge Mario Bergoglio se ven incluso eclipsados por los que comete en virtud de la autoridad que -al menos momentáneamente- se le reconoce.

El Señor, que es un Dios celoso (Ex 20, 5), quiere reinar sobre Su pueblo, y ejerce este reinado a través de Sus vicarios en los asuntos temporales y espirituales. Ha querido que su Iglesia sea monárquica, no para dejar al Papa libertad de decidir lo que quiera, sino para que actúe como Christi Vicarius y Servus servorum Dei, de modo que el único Sumo y Eterno Sacerdote, el Mediador entre Dios y los hombres, el Rey y Señor universal sea el que reine a través de él.

Una Iglesia democrática no sólo es una aberración teológica y una violación evidente de la estructura jerárquica querida por el Señor, sino que es un sinsentido desmentido por sus mismos proponentes, ya que se basa en la falsa premisa de que es posible ejercer la autoridad al margen del Bien, pervirtiéndola en tiranía. La autoridad eclesiástica y civil, por decreto divino, son expresiones del Señorío supremo, absoluto y universal de Cristo, cujus regni non erit finis. Con demasiada frecuencia olvidamos que el Señor no es Dios por sufragio universal. Dominus regnavit, decorem indutus est (Sal 92, 1). El Señor reina sobre todo el universo: se ha revestido de majestad. La Sagrada Escritura utiliza aquí una forma verbal con la que expresa la eternidad, la indefectibilidad y la definitividad del Reino de Cristo. 

Regnum meum non est de hoc mundo (Jn 18, 36): estas palabras de Nuestro Señor a Pilato no deben entenderse en el sentido que suelen darles los herejes y los modernistas, es decir, que Jesucristo no reivindica una autoridad sobre el gobierno de las naciones y que las deja libres para legislar, según los errores del laicismo y del liberalismo. Al contrario, precisamente porque el Reino de Cristo no deriva de un poder terrenal, es eterno y universal, total y absoluto, directo e inmediato. Ego vici mundum, nos asegura el Señor. En consecuencia, no sólo el mundo no está en el origen de Su autoridad, sino que es su enemigo, en el momento en que se aparta de ella para servir al Princeps mundi hujus, que es precisamente un príncipe, él mismo jerárquicamente sometido al poder supremo de Dios, que le permite actuar sólo para obtener un bien mayor.

He vencido al mundo significa, en consecuencia, que el mundo, por mucho que se engañe pensando que puede frustrar los designios de la Providencia e impedir la acción de la Gracia, nada puede contra Aquél que ya lo venció. Esa victoria, total e irreversible, se realizó por medio de la Cruz, signo de la infamia reservada a los esclavos, con la Pasión y Muerte del Salvador, en obediencia al Padre. Regnavit a ligno Deus. la Cruz es el trono de gloria, porque a través de ella Cristo nos redimió, es decir, nos rescató de la esclavitud de Satanás.

Hoy el Estado y la Iglesia son rehenes de los enemigos de Dios y su autoridad está usurpada por criminales subversivos y apóstatas que muestran con arrogancia su determinación de hacer el mal y su aversión a la Ley del Señor. La traición de los gobernantes y la apostasía de la Jerarquía son el castigo que merecemos por haber desobedecido a Dios.

Sin embargo, mientras ellos destruyen, nosotros tenemos la alegría y el honor de reconstruir. Una felicidad aún mayor: una nueva generación de sacerdotes y laicos participan con celo en esta obra de reconstrucción de la Iglesia para la salvación de las almas, y lo hace con la conciencia de las propias debilidades, pero dejándose utilizar por Dios como instrumentos dóciles en sus manos. Manos disponibles, manos fuertes, manos del Todopoderoso. Nuestra fragilidad resalta aún más la obra del Señor, sobre todo allí donde esta fragilidad humana va acompañada de humildad. Esta humildad debe llevarnos a instaurare omnia in Christo, partiendo del corazón de la Fe, que es la Santa Misa. Volvamos, pues, a esa liturgia que reconoce a Nuestro Señor su primado absoluto.

Si Nuestro Señor Jesucristo es Rey por derecho hereditario (siendo de linaje real), por derecho divino (en razón de la unión hipostática) y por derecho de conquista (habiéndonos redimido con Su Sacrificio en la Cruz), no debemos olvidar que a Su lado, en los planes de la divina Providencia, el Soberano divino ha querido colocar a Su propia augustísima Madre, María Santísima, como nuestra Señora y Reina. No puede haber Realeza de Cristo sin la dulce y maternal Realeza de María, a quien San Luis María Grignon de Montfort nos recuerda que es nuestra Mediadora en el trono de la Majestad de su Hijo, como Reina que intercede en el trono del Rey. Reina, Mater misericordiæ, Spes nostra, Advocata nostra.

La condición para el triunfo del Rey divino en la sociedad y en las naciones es que Él reine ya en nuestros corazones, en nuestras almas, en nuestras familias, en nuestras comunidades. Que Cristo reine, pues, en nosotros, y con Él su santísima Madre. Adveniat regnum tuum: adveniat per Mariam. Así sea.

 

+ Carlo Maria Viganò, Arzobispo 

 

29 de octubre de 2023
D.N. Jesu Christi Regis

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