Porque el Amor Te ha echo ahora pobre

Msgr. Carlo Maria Viganò

Porque el Amor Te ha echo ahora pobre

Homilía en la Misa pontifical de la Natividad del Señor
Ad Missam in die

Puer natus est nobis,
et filius datus est nobis:

cujus imperium super humerum ejus
et vocabitur nomen ejus magni consilii Angelus.

Is 9:6

La solemnidad de hoy constituye el cumplimiento de las promesas que el Señor ha hecho a su pueblo; promesas contenidas en las profecías antiguas, comenzando por la del Protoevangelio, en la que se menciona a la estirpe bendita de la Mujer como vencedora de la estirpe maldita de la Serpiente. Y pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje, y él te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar (Gn 3, 15). Isaías precisa solemnemente: Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. Sobre sus hombros está el poder, y su nombre será: Consejero admirable, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de la paz (Is 9, 6).

En la Misa in Nocte, el Introito nos mostró la generación del Hijo de Dios a partir del Padre en la eternidad de los tiempos: Dominus dixit ad me: filius meus es tu, ego hodie genui te [El Señor me dijo: hijo mío eres tú, yo te he engendrado hoy]. Esa eternidad contemplada en la noche -cuyo silencio evoca justamente el Misterio de Dios- desciende del cielo con la Encarnación de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad en la historia del género humano. He aquí, pues, la Misa in Aurora que atraviesa las tinieblas del pecado en que se encuentra la humanidad: Lux fulgebit hodie super nos, quia natus est nobis Dominus. Una luz brilló hoy sobre nosotros, porque el Señor ha nacido por nosotros. Luego, con la Misa in Die, se muestra la humanidad del Salvador: Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. Sobre sus hombros está el signo de la soberanía y será llamado: Consejero admirable, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de la paz (Is 9, 6). Puer, dice la Escritura. Pero puer no sólo significa hijo, sino también siervo, porque es en obediencia al Padre que el Hijo acepta despojarse de su divinidad, formam servi accipiens in similitudinem hominum factus, et habitu inventus ut homo; tomando forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres, apareció en forma humana (Flp 2, 7). Ese nobis, ese para nosotros, expresa entonces la finalidad de la Encarnación y Pasión del Señor, prometida a nuestros primeros padres para redimir a su descendencia caída por el pecado, promesa que se cumplió con la venida al mundo, secundum carnem, del Verbo eterno del Padre. Comprendemos bien por qué la sabiduría de la Santa Iglesia nos hace arrodillar cada vez que recordamos el Misterio inefable de la caridad divina: et verbum caro factum est, et habitavit in nobis [la Palabra se hizo carne y habito entre nosotros (Jn 1, 14).

El Verbo se hizo carne: si pensamos en estas palabras no podemos dejar de deslumbrarnos, contemplando la infinita bondad de Dios frente a nuestra indignidad y miseria. Pero aún más deslumbrante que la luz que ilumina las tinieblas de la Noche Santa -santa porque marca la entrada del Hombre-Dios en la historia y en el mundo- es la luz que iluminó la noche del Sábado Santo, cuando el cuerpo de Jesucristo, martirizado, flagelado, clavado en la Cruz y finalmente depositado en el sepulcro, resucitó de entre los muertos, triunfando sobre el Enemigo del género humano y cumpliendo la antigua promesa contenida en las Sagradas Escrituras.

En el silencio de la eternidad se realiza la generación eterna del Hijo a partir del Padre; en el silencio se realizó la Encarnación, después del Fiat de María Santísima; en el silencio de la cueva de Belén nace el Redentor; en el silencio del sepulcro resucita. Y en el silencio del Santo Sacrificio de la Misa, Jesucristo, por las palabras del sacerdote, desciende cada día sobre el altar para hacerse alimento y bebida de salvación.

Qui propter nos homines et propter nostram salutem descendit de cœlis: Por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo. Natus est nobis. Datus est nobis: el Señor no sólo nació por nosotros, sino que se entregó a nosotros, y en nuestro lugar -como primicia del género humano- quiso morir, en obediencia a los decretos del Padre Eterno, para redimirnos y rescatarnos de la culpa infinita con que se mancharon Adán y Eva, y de todos los pecados cometidos por todos los hombres de todos los tiempos. En efecto, sólo Dios podía reparar esa ofensa infinita a Dios; sólo un Hombre podía reparar en nombre de los hombres: ésta es la razón de la Encarnación de Dios.

Cuando contemplamos al Niño Jesús acostado en un pesebre y envuelto en pañales, debemos comprender que ese Puer -en la doble acepción de niño y siervo- comienza su propia Pasión sobre la paja espinosa del pesebre, en el frío de la noche del 25 de diciembre: ¡Tú, que eres el Creador del mundo, careces de ropa y de fuego, oh Señor mío! exclama san Alfonso en el himno que todos conocemos. Cuánto más me enamora esta pobreza: porque el Amor Te ha hecho pobre ahora. Por eso, la piedad popular, instruida por la sólida doctrina, nos muestra la imagen del Niño durmiendo recostado en la Cruz. Por eso, en las representaciones medievales vemos, de pie junto a la gruta, erigirse la Cruz del Gólgota: ¿Por qué sufres tanto? ¡Por amor a mí!

¿Por qué nos es tan querido el Pesebre? ¿Por qué la escena de la Natividad ha estado siempre presente como símbolo de la Navidad? ¿Quizás porque vemos representada en ella a la Sagrada Familia? ¿O por el evocador escenario de los pastores, los Reyes Magos, el buey y el asno? Ese Pesebre -que la devoción ha conservado intacto a lo largo de los siglos- nos es tan querido porque encontramos proclamada en él nuestra Redención per sanguinem ejus (Ef 1, 7), y nos estremece ver a ese Puer -el Anunciado por los Profetas, el Esperado, el Deseado por todos los Pueblos- que viene al mundo por nosotros, y a morir por nosotros, y a reparar la muerte eterna que nos hemos buscado al desobedecer a Dios. Jesucristo nace para morir, y llama a nuestros corazones -si nos atrevemos a pensarlo de verdad, y no superficialmente- a fijar la mirada en el Niño que no ha tenido tiempo de nacer y ya sufre en su santísima carne, y sobre todo se prepara para padecer los tormentos de la Pasión de la que nosotros, criaturas ingratas, somos la causa.

Jesús nació pobre. Pobre no por una carencia impuesta y no deseada, sino por esa privación total que lleva a Dios mismo, al Verbo de Dios, a anularse –exinanivit, dice san Pablo (Flp 2, 7)-, a abajarse, a renunciar a la gloria perfecta del Cielo para hacerse carne: el Verbo que se hace carne. Y asume esa carne, ese Cuerpo divino -en virtud de la unión hipostática- para sufrir, para luchar, para morir, para dejarse azotar, coronar de espinas, golpear, herir, insultar, escupir y finalmente matar por nosotros, para devolvernos a nuestro destino de bienaventuranza eterna, que también habíamos saboreado en el Paraíso terrenal y que hemos perdido, cediendo a la tentación de la Serpiente. Una tentación que era claramente un engaño: eritis sicut dii -seréis como dioses. Pero ya éramos sicut dii, inmortales y perfectos, sin enfermedad, sin dificultad para aprender, sin estar sujetos a las pasiones. Vivíamos en el Jardín del Edén, en presencia de Dios, y no necesitábamos nada, porque la magnificencia de nuestro Creador lo proveía todo. Sin embargo, preferimos creer las mentiras de Satanás y desobedecer a Dios, que nos lo había dado todo. Pues bien, todo lo que habíamos recibido gratuitamente fue incomparablemente superado por el don de Sí mismo que Dios quiso hacer en respuesta a nuestra ingratitud: el don de Sí mismo en la Encarnación y en la Redención, de modo que por nuestra ofensa infinita nos ha expulsado, en efecto, del Paraíso terrenal, pero también nos ha dado a su Hijo para reparar nuestros pecados, con una generosidad y una bondad que sólo Dios puede mostrar. O felix culpa!

El Pesebre nos habla de este Amor infinito, que Dios realiza siguiendo una pedagogía divina: se nos da a Sí mismo -algo que ni siquiera podemos comprender en toda su inefable grandeza- , pero siempre pide nuestra cooperación; no porque la necesite, sino porque quiere que nuestra nada se asocie a su todo, para elevarla, ennoblecerla y santificarla. El Señor pidió permiso a la Virgen para encarnarse en su seno, y en vista de su Fiat la preservó del pecado. Él puede darnos todo, hasta darse a Sí mismo, con tal de que también nosotros respondamos a este Amor infinito -amor de la Caridad perfecta- con lo único que podemos devolver con todo nuestro ser: el amor sobrenatural. Y como el padre que regala a su hijo el dinero con el que comprarle el regalo de Navidad; como el rey de la parábola da a los invitados el vestido con el que presentarse a la boda, así el Señor llega al punto de darnos la Gracia sobrenatural con la que corresponder a Su amor. Cuando escuchamos las palabras de la Sabiduría divina: “El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido” (Lc 14, 11), debemos oírlas dirigidas a nosotros no sólo como una advertencia a reconocer nuestra nada para llenarnos del todo que el Señor nos da –quia respexit humilitatem ancillæ suæ (Lc 1, 48)-, sino también como signo profético del Amor divino que se humilla y como castigo ineludible a la soberbia de Satanás: dispersit suberbos mente cordis sui, deposuit potentes de sede, divites dimisit inanes [Dispersó a los soberbios de corazón, derribó del trono a los poderosos y a los ricos los dejó con las manos vacías].

El odio a Cristo -piedra angular y piedra de tropiezo contra la que se estrellan sus enemigos- está motivado precisamente por la incapacidad debida al orgullo de comprender el Misterio de la Caridad que lleva a Dios a hacerse hombre, al Señor a hacerse siervo; o al menos a inclinarse en adoración ante esta Caridad que es Dios. Deus Caritas est (1 Jn 4, 8). Y, como amonesta san Juan: qui non diligit, non novit Deum, quien no ama no conoce a Dios (1 Jn 4, 8). La incapacidad de amar y de dejarnos amar es, en definitiva, lo que labra el abismo entre la Caridad infinita de Dios y nuestro miserable orgullo, que nos hace rechazar tanto el Amor del Señor por nosotros como el amor que Él inspira hacia Sí mismo por la Gracia en nuestros corazones enfermos. Es la Caridad la que quema nuestros pecados, purifica nuestras almas y nos eleva a las alturas de la santidad, haciéndonos verdaderamente semejantes a Dios; mientras que el amor a nosotros mismos, a las seducciones del mundo y a los placeres de la carne nos precipita en el único abismo del que ni siquiera la Omnipotencia del Señor puede arrancarnos, porque hace de nosotros, del mundo y del demonio nuestros ídolos, los falsos dioses que no pueden darnos más que la muerte.

Debemos comprender el engaño infernal que el demonio nos tiende cada vez que nos tienta a pensar que puede liberarnos de Cristo y de Su Ley. Cuanto más nos elevamos creyéndonos libres para pensar, actuar y hablar como queramos, tanto más se enreda nuestra alma con las cadenas que le impiden ascender hasta Dios; cuanto más nos llenamos de nosotros mismos, menos espacio dejamos para la Gracia. Por el contrario, debemos escuchar a ese Verbo divino que primero nos dio ejemplo de humildad y de obediencia hasta el punto de hacerse hombre y morir por nosotros. Dios, que no necesita nada, se hace a sí mismo necesitado de todo, para que nosotros, necesitados de todo, podamos encontrar en Él lo que ninguna criatura, ni siquiera los Ángeles, se atreve a esperar.

Miremos, pues, el Pesebre, y contemplemos en él con emoción la humildad de la Virgen que la Trinidad quiso que se convirtiera en Madre de Dios: ecce enim ex hoc beata me dicent omnes generationes. Contemplemos la humildad de San José, custodio silencioso y fuerte de la Familia Divina. Miremos la humildad de los Ángeles, que, a diferencia de los espíritus rebeldes, cantan el Gloria sobre aquella pobre cueva donde, en la humildad, nace el Mesías prometido. Miremos la humildad de los pastores, en sus dones sencillos, en su fe pura, en el hecho de que la pobreza material no les ha impedido reconocer el único tesoro que merece ser celosamente custodiado: ese hijo de José, de la tribu real de David, que con el llanto de niño irrumpe en las tinieblas del mundo para traernos la luz, para ser Él mismo la verdadera y única Luz -como dirá Simeón dentro de unos días- Lumen ad revelationem gentium, et gloria plebis tuæ, Israël (Lc 2, 32). Y así sea.

 

+ Carlo Maria, Arzobispo

25 de Diciembre de 2023
In Nativitate Domini

Traducción al español por: José Arturo Quarracino

Archivio