
Golpe de estado en la Iglesia
Prefacio
para la edición en francés del ensayo “Golpe de Estado en la Iglesia”
de don Andrea Mancinella,
Ediciones Médias Culture et Patrimoine
¿Qué es un Coup? Es un golpe de Estado, es decir, el derrocamiento del poder instituido, con la intención de cambiar el régimen por la fuerza o el fraude. Puede ser perpetrado por grupos o élites que actúan espontáneamente o con la cooperación de terceros -nacionales o internacionales. Uno de los casos más evidentes de coup es el golpe de Estado de la élite globalista anticristiana que estamos presenciando y en el que la mayoría de los gobiernos es emisaria del Foro Económico Mundial. Los funcionarios públicos actúan en interés de sus financiadores en perjuicio de los ciudadanos, y los representantes electos traicionan impunemente su mandato o manipulan las elecciones para llegar al poder y ejecutar las órdenes de los subversivos. Ahora bien, esto es un coup, un golpe de Estado que en esta ocasión no involucra a una sola nación, sino a todo el mundo occidental.
Hablar de un golpe de Estado en la Iglesia puede quizás parecer inaudito, sobre todo si consideramos que la Iglesia católica es una monarquía absoluta de derecho divino y, como tal, exenta -por su propia constitución divina- de las graves fragilidades de las democracias modernas, es decir, de esos regímenes partidocráticos como realización social de la Declaración Universal de Derechos Humanos. Los funcionarios de la Iglesia, desde el más alto en dignidad hasta el nuevo sacerdote, desde el Príncipe de la Iglesia hasta el padre misionero, constituyen la estructura que permite gobernar esta sociedad en la se mezclan, superponen, fusionan y a veces se confunden las flaquezas humanas y la omnipotencia divina. Pero si lo pensamos bien, también la visión católica del Estado prevé de algún modo la co-presencia de lo humano y lo divino, limitada a los fines fijados por la institución temporal, pero donde Cristo es Rey y el soberano su lugarteniente, exactamente como en la Iglesia Cristo es Rey y Pontífice y el Papa su Vicario. La primacía de las cosas espirituales sobre las temporales y de la vida eterna sobre la vida terrenal hace que la autoridad de la Iglesia (y del Papa) sea necesariamente superior a la del Estado (y de quien lo gobierna), asegurando a aquélla una asistencia especial y especial, y a ésta última una referencia segura para conducir a sus súbditos hacia la vida eterna, que es su fin último. Pero si es el Señor quien guía y modera todas las sociedades terrenas con su Providencia, son los hombres los que deben tomar decisiones morales no sólo como individuos, sino también como cuerpo social, ayudados para ello por la Gracia de estado. En consecuencia, es deber de los individuos y de las sociedades reconocer públicamente a Jesucristo como su Rey, porque omnia per ipsum facta sunt: et sine ipso factum est nihil, quod factum est [por Él se hicieron todas las cosas, y sin Él no se hizo nada de cuanto existe] (Jn 1, 3). La visión católica del Estado tiene su fundamento en la ley natural, deseada por Dios Creador e inscrita en el corazón de cada hombre: un orden que se inclina ante Cristo Rey es el único verdaderamente en condiciones de perseguir el bonum commune, más allá de cualquier posible diferencia de creencias de sus ciudadanos.
Con el pecado individual el hombre rechaza el orden divino -que es cristocéntrico- y con el pecado social se rebela contra Cristo Rey: regnare Christum nolumus [no queremos que Cristo reine]. Ésta es el alma infernal de la Revolución, con la que Satanás pretende invalidar en sus efectos la obra de la Redención, anulando la Realeza social de Cristo. Es, pues, el Enemigo quien opera detrás de cada plan subversivo, detrás de cada golpe de Estado; y lo hace a partir de la secularización de la autoridad y la democratización y parlamentarización de los gobiernos, porque una autoridad que no adora a Dios y no se reconoce sujeta a Él no sólo no está obligada a obedecerle, sino que hará todo lo posible para ofenderlo y violar su ley eterna.
Todos los Papas denunciaron y condenaron el golpe de Estado llevado a cabo por la Masonería en las naciones cristianas, donde derrocó a las Monarquías Católicas para instaurar repúblicas en las que el poder pertenecía nominalmente al pueblo, pero en realidad estaba en manos de la Masonería y de sus siervos.
La Revolución, sea la francesa o la bolchevique, en la España comunista o en el México liberal, en la Alemania nazi o en el Canadá globalista, siempre se logra con un golpe de Estado, en el que se niega la autoridad de Dios y usurpada invariablemente por las mismas fuerzas, para tomar progresivamente el poder. Los grandes Pontífices que combatieron valientemente a las sectas masónicas sabían muy bien que el plan enemigo consistía en la destrucción de la societas christiana para sustituirla por el Nuevo Orden Mundial de matriz masónica y luciferina. Muchos de los documentos publicados en aquel momento -e inmediatamente desacreditados como “teorías de la conspiración”- informaban claramente los pasos para lograr esta tecnocracia, que hoy vemos consumados por los herederos de los conspiradores del siglo XIX. Y para ser más exhaustivos no podemos silenciar cuán lúcido fue el análisis de esos Papas, hasta el punto de identificar al sionismo asquenazí como el verdadero coordinador de la acción disolvente de la masonería en todos los Estados. Todos estos poderes subversivos están mancomunados por un pactum sceleris [pacto criminal], que consiste en compartir crímenes atroces bajo el sello del secreto y de la complicidad que los hace chantajeables y, en consecuencia, manipulables.
Por lo tanto, tenemos la evidencia de que el coup es un ataque de matriz satánica al corazón de la sociedad, y que ya ha sido perpetrado en el ámbito civil, logrando eliminar esencialmente a todas las naciones cristianas. Después de los grandes trastornos de los últimos tres siglos, la Iglesia católica aún no había sido golpeada; y para golpearla al corazón bastaba con replicar el esquema ya adoptado en los gobiernos temporales: corromper a sus gobernantes y funcionarios, socavar el carácter sagrado de su Autoridad y debilitar la eficacia de su gobierno, transformando su estructura monárquica en una especie de república parlamentaria. Y así lo hicieron, aplicando a la Iglesia la dinámica de cualquier sociedad temporal.
Don Andrea Mancinella, en su examen muy claro de la crisis de la Iglesia, nos muestra de manera indiscutible que el cuerpo eclesial ha sido víctima de un golpe de Estado bien planeado, justamente de un coup. La documentación presentada permite tener una mirada sintética y comprensible de cómo se desarrolló la Revolución que esta acción subversiva trajo a la Iglesia con el Concilio Vaticano II. Por lo tanto, creo que este excelente ensayo -que aparece hoy en su primera edición en francés y del que agradezco poder redactar el prefacio- puede permitirle dar el siguiente paso a aquéllos que, providencialmente, comienzan a comprender la coherencia del golpe de Estado en la Iglesia con el realizado en la sociedad civil: el autor es siempre el mismo, el esquema de acción es el mismo, el objetivo es el mismo.
En este coup, una élite subversiva que llamamos Iglesia profunda logró infiltrarse en la Iglesia, derrocando el poder constituido con una acción lenta pero inexorable de sustitución de sus funcionarios: desde el Papa hasta la mayoría de su Senado, el Sacro Colegio; desde el Secretario de Estado hasta el funcionario más inferior de todos, desde el Obispo al vicario parroquial, desde el prefecto del Clero al profesor del pequeño Seminario, desde el General de la Orden al Maestro de novicios de un monasterio en la montaña. Nadie se salvó de esta purga, que tal vez contó con más víctimas que el Terror, para dar paso a una horda de herejes, corruptos y viciosos no menos chantajeables que sus homólogos en el ámbito civil, hasta el punto de compartir incluso sus perversiones y sus crímenes, como lamentablemente sabemos por las noticias.
Que este golpe de Estado denunciado en el libro pertenece a la Revolución y está inspirado en ella, lo vemos confirmado el hecho de que el derrocamiento de la “Iglesia preconciliar” para instaurar la “Iglesia conciliar” -que pretende ser diferente de la Iglesia católica precisamente para marcar la ruptura deliberada entre el vetus y novus Ordo – se logró con la democratización y parlamentarización de su gobierno, a través de las cuales el poder del Romano Pontífice fue flanqueado por el de los órganos asamblearios – Sínodo de los Obispos, Conferencias Episcopales, Comisiones, Concilios- que, por un lado, debilitan el Primado petrino y, por otro, coordinan y “colegializan” la autoridad de cada uno de los obispos, desahuciándolos.
El proceso de sinodalización de la Iglesia iniciado con la colegialidad conciliar teorizada en la Lumen Gentium y llevada a cabo por Bergoglio es intrínsecamente revolucionario, porque se basa en la anulación de la Realeza social de Cristo, solemnemente proclamada unos años antes por Pío XI -que significativamente el rito reformado reinterpreta en un sentido escatológico, precisamente para vaciarlo de su influencia en la sociedad. Por otra parte, los principales documentos del Vaticano II y todo el “magisterio” posconciliar están indiscutiblemente imbuidos de los principios revolucionarios y del espíritu del mundo: el secularismo del Estado y el ecumenismo irenista son las piedras angulares de la Revolución, de la Masonería y justamente de la “Iglesia conciliar”. Y es significativo que este proceso revolucionario haya incluido también la rehabilitación del judaísmo con Nostra Ætate y la revocación de la doctrina de la sustitución, revelando las analogías con lo ocurrido en todas las naciones víctimas de la Revolución.
La “república conciliar” bajo la presidencia de Bergoglio logró hacer esta subversión tan evidente que resultaba incluso embarazosa para sus propios partidarios. Con Fiducia Supplicans la Iglesia profunda se ha mostrado obediente a las órdenes de la elite –por otra parte explícitas en los famosos correos electrónicos de John Podesta- que exigen que la Iglesia revoque la condena de la sodomía. Lo mismo ocurre con la introducción de las mujeres en formas de ministerio no ordenado con vistas a su admisión en las Órdenes, en nombre de la igualdad de género auspiciada por la Agenda 2030. Algunos de los promotores de la “primavera conciliar” -en la que “primavera” es un término que encontramos también en las revoluciones de color de las últimas décadas- hoy se encuentran en los incómodos zapatos de los girondinos, que terminaron víctimas de la Revolución porque no estaban dispuestos a aceptar sus consecuencias extremas, aunque necesarias, después de haber aceptado sus principios. Los prelados que hoy parecen “conservadores” no quieren comprender que es imposible llevar a cabo una oposición eficaz a la crisis actual, mientras se compartan las bases ideológicas y teológicas establecidas por el Vaticano II.
Llevado a cabo el coup, ¿qué debemos hacer? ¿Cómo debemos comportarnos? ¿Cuáles son las formas de respuestas eficaces e iluminadas por la fe que el simple creyente puede dar ante una amenaza de época y frente a la traición de los líderes de la Jerarquía? El capítulo XIII de este ensayo lo explica de manera ejemplar, que dejo al lector descubrir al final de una interesantísima lectura.
+ Carlo Maria Viganò, Arzobispo
4 de febrero de 2024
Dominica in Sexagesima
© Traducción al español por José Arturo Quarracino