Sic veniet

Msgr. Carlo Maria Viganò

Sic veniet

Homilía en la Ascensión del Señor

Et inimici domini domestici ejus.
[Y sus propios familiares serán los enemigos de cada cual]

Mt 10, 36

 

Con demasiada frecuencia miramos este mundo con la actitud y las esperanzas de quienes lo consideran un lugar de permanencia y no de paso hacia el destino celestial, mientras sabemos que nuestra peregrinación en esta tierra tiene como destino ineludible la eternidad: una eternidad de bienaventuranza en la gloria del Paraíso o una eternidad de condenación en la desesperación de las llamas del Infierno. Y debido a esta inclinación nuestra de querer creer en un ilusorio Hic manebimus optime consideramos la Ascensión de Nuestro Señor casi como un hecho anómalo, un abandono por parte del Salvador que nos deja solos menos de cuarenta días después de Su Resurrección.

La llama del Cirio Pascual que se apaga al cantar el Evangelio -que significa precisamente el regreso del Hijo encarnado a la diestra del Padre- nos parece, por así decirlo, en contradicción con lo que hace unos días, por Rogaciones, pedimos a la divina Majestad: que nos conceda, que preserve y bendiga los frutos de la tierra, que nos libre del flagelo del terremoto, que nos aleje del rayo y de la tempestad, de la peste, del hambre, de la guerra.

Es difícil -hay que reconocerlo- poder transitar por un lugar que quisiéramos feliz y próspero, fértil y generoso, sereno y libre de conflictos. Es aún más difícil cuando levantamos los ojos al cielo y a menudo lo vemos surcado de estelas con las que hombres malvados y despiadados envenenan el aire que respiramos, contaminan los campos y los manantiales, pudren o secan las cosechas, llegan incluso a ofuscar la luz del sol. El homo inimicus no sólo esparce la cizaña donde crece el trigo: quiere que la cizaña sea sembrada y cultivada, y que el trigo sea escardado y arrojado al fuego; que el vicio triunfe y la virtud sea pisoteada; que la muerte y la enfermedad sean celebradas, y que la vida -incluso en el santuario del vientre materno o en la inocencia de los niños y los débiles- sea abatida, cicatrizada, amputada y manipulada.

Seguimos incrédulos y conmocionados ante esta subversión, porque no queremos aceptar la idea de que después de nuestra caída, a la naturaleza hostil se haya unido ahora la amenaza del homo iniquus et dolosus, que esa naturaleza manipula, replica e imita en formas grotescas, en sustitutos artificiales, en alimentos transgénicos, en imitaciones desalmadas de la Creación, por el odio que Satanás alimenta hacia el Creador de tanta perfección gratuita.

El Señor se levanta de este valle de lágrimas, asciende al cielo in jubilatione et in voce tubæ, como si las huestes angélicas se alegraran de ver al Hijo de Dios regresar al lugar de su origen, a esa dimensión eterna e inmutable en la que la Santísima Trinidad es el único principio y fin de los espíritus elegidos. Pero allí asciende después de haber descendido también propter nos homines et propter nostram salutem, encarnándose en el seno virginal de María Santísima, asumiendo naturaleza y carne humanas, afrontando la Pasión y la Muerte en esa Cruz que lo elevó como Pontifex futurorum bonorum (Hb 9, 11), Sumo Sacerdote de los bienes futuros, a medio camino entre la tierra y el cielo, para crear un puente místico entre nosotros y Dios. Y esa humanidad asumida por Nuestro Señor en la Encarnación es llevada como estandarte de triunfo del Victor Rex en presencia del Padre Eterno, razón por la cual Su Cuerpo santísimo lleva aún resplandecientes las Llagas de la Redención.

Esto debe hacernos comprender dos conceptos extremadamente importantes. El primero: el sentido de nuestra vida terrena, que es peregrinación hacia la eternidad, exilio que esperamos que con la Gracia de Dios sea temporal, antes de volver a la verdadera Patria. Y con esta persuasión, debemos comprender también que los bienes de esta tierra -las riquezas, el éxito, el poder, los placeres- son lastres de los que es indispensable liberarnos si queremos ascender hacia lo alto, de remontarnos como el águila bíblica se remonta hacia el Sol divino. El segundo: la necesidad de atesorar este exilio, este peregrinar por el desierto hacia la Tierra prometida, utilizando los dones y haciendo fructificar los talentos que el Señor nos ha dado, no para hacer más cómoda y duradera la lejanía del Cielo, sino para acumular esos tesoros espirituales que ni la polilla ni el óxido consumen, y que los ladrones no rompen ni roban (Mt 6, 20).

Esto no significa despreciar la vida que la Providencia nos ha dado, sino de utilizarla para el fin que tiene: la gloria de Dios, que ha de obtenerse mediante la santificación propia y ajena en la obediencia a Su voluntad: fiat voluntas tua -recitamos en el Padrenuestro-sicut in cœlo et in terra, es decir, en la perspectiva de la eternidad que nos espera y en la temporalidad del paso de los días.

Así, mientras la divina armonía del cosmos marca los días y estaciones en que se desarrollan los años de nuestra vida terrena -y por ello invocamos desde el Cielo bendiciones sobre nuestras cosechas-, en el orden sobrenatural tenemos los ritmos cadenciados de la Liturgia, los cuales nos permiten contemplar los divinos Misterios y disfrutar de un vislumbre de esa eternidad en la que el Cordero Inmaculado celebra la Liturgia celestial, rodeado de las huestes de Ángeles y Santos.

Hoy nuestra alma está llamada a mirar al Señor que nos precede en el Paraíso. Mañana, resucitado en cuerpo y conducidos al Juicio, le veremos regresar en gloria: Hic Jesús, qui assumptus est a vobis in cœlum, sic veniet quemadmodum vidistis eum ascendentem in cœlum (Hch 1, 11): Este Jesús, que estuvo entre vosotros y fue llevado al cielo, volverá un día de la misma manera en que le vistes ir al cielo, dicen los dos Ángeles a los discípulos. Y será un regreso en el que el tiempo, tal como lo conocemos, dejará de ser y entrará en la eternidad divina precisamente porque el consumatum est pronunciado por el Salvador agonizante en la Cruz aquel Viernes Santo de hace 1991 años también será válido para el mundo y para toda la humanidad, habiendo llegado al final de la prueba, del exilio, de la peregrinación terrena.

El Cirio pascual representa, como nos instruye el diácono en el himno solemne del Exsultet, el lumen Christi, Cristo luz verdadera: como la columna de fuego que precedió a los hebreos al cruzar –sicco vestigio– el Mar Rojo, así también Él nos precede en nuestro paso por este mundo y en nuestra huida de los malvados que nos persiguen. Oremos para que nos encuentre dignos de ponernos a salvo, para no ser arrastrados por las aguas como los soldados del Faraón. Que la Santísima Eucaristía sea nuestro Viático en este éxodo, y la Virgen Inmaculada nuestra Estrella. Amén, amén.  

 

+ Carlo Maria Viganò, Arzobispo

9 de Mayo de 2024
In Ascensione Domini

 

Traducción al español por: José Arturo Quarracino

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