Hostem repellas longius

Msgr. Carlo Maria Viganò

Hostem repellas longius

Homilía en el Domingo de Pentecostés

¡Te imploramos! Espíritu pacificador,
desciende de nuevo,
sé propicio para tus seguidores,
auspicioso para los que  te ignoran;
desciende y recrea; reanima
los corazones apagados por la duda;
y que sea divino para los vencidos
recompensa al vencedor.

Alessandro Manzoni, La Pentecoste, vv. 89-96

 

La devoción popular celebra este día solemne con el nombre de “Pascua de las Rosas”, en memoria de la antigua costumbre de simbolizar la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles y sobre María Santísima con una cascada de pétalos de rosas. Es tan parecida a la Pascua, que en la vigilia de Pentecostés se administraba solemnemente el Santo Bautismo a quienes no habían podido ser regenerados durante la Vigilia del Sábado Santo, y así como la Pascua judía era figura de la Pascua cristiana, de la misma manera el Pentecostés judío -en el que se celebraba la promulgación de los Diez Mandamientos siete semanas después de la huida de Egipto- era figura del nuevo Pentecostés, esta vez extendido a todos los pueblos.

En la Pascua el κόσμος se inclina ante la Majestad de Cristo Rey y Pontífice, per quem omnia facta sunt; en Pentecostés la creación rinde homenaje al Espíritu Creador, al Creator Spiritus que con su poder renueva la faz de la Tierra. En la Pascua se cumplen las promesas mesiánica de la Ley Antigua; en Pentecostés son las promesas del Mesías mismo que se hacen realidad en su Cuerpo Místico, la Santa Iglesia, la Madre de los Santos –como la llama Manzoni en el célebre himno sagrado.

Los Apóstoles están encerrados en el Cenáculo propter metum Judæorum (Jn 20, 19): todavía no habían recibido el Espíritu Santo y sus temores humanos se disiparían diez días después de la Ascensión del Señor, con el descenso del Espíritu Santo. Hoy esa latitud se repite a la inversa, con una Jerarquía que culpablemente ignora, culpablemente calla y oculta y frustra la obra santificadora del Paráclito después de Su descenso, y después de que dos mil años de Cristiandad han mostrado Su divino poder en ganar almas para Dios y edificar la Santa Iglesia.

No debemos subestimar la gravedad de esta inacción: es deliberada, conscientemente orientada para dañar, porque los mercenarios son conscientes de que, para demoler la sociedad civil y la Iglesia, es necesario impedir en lo posible que la Gracia se extienda, que actúe a través de los Sacramentos, que se detenga la diestra de la Justicia de Dios a través de la Santa Misa. Quieren asegurarse de que se frustre el Sacrificio de Cristo, para que, secando los torrentes de la Gracia, las almas se resequen y mueran de sed al atravesar el desierto de un mundo hostil. Lo suyo -igual que hemos visto hacer a los médicos durante la farsa de la pandemia- no es impericia o incapacidad: es, por el contrario, voluntad de hacer el mal, de servir al Enemigo, de complacer al poder del Nuevo Orden Mundial en la vil y abyecta ilusión de tener un lugar en la corte del Anticristo. Miserables traidores, para quienes la única razón de vivir es consumirse en esta sórdida libido serviendi.

Esta obra subversiva -porque lo es en todos los aspectos, ante Dios, la Iglesia y las almas- tiene como objetivo la usurpación del Señorío de Nuestro Señor Jesucristo, para que en su lugar se siente en el lugar santo el hijo de la perdición, el Anticristo, en una grotesca falsificación de la autoridad civil y religiosa. No podemos creer que un Sucesor de los Apóstoles pueda negar y contradecir el mandato recibido de Cristo y servir a Su enemigo, sin comprender que al hacerlo se vuelve cómplice del plan satánico de la Revolución. No, queridos fieles: después de décadas de disolución sistemática de la Iglesia -y de más de dos siglos de disolución social- ningún Pastor de buena fe puede pensar todavía que las innovaciones introducidas por el Vaticano II no tienen nada que ver con el estado desastroso en el que se encuentra el cuerpo eclesial. Para quienes aún defienden la indefendible supuesta “ortodoxia” del Concilio y de su liturgia, frente a la masacre de almas de los últimos sesenta años, son perfectamente adecuadas las palabras del gran Bossuet: Dieu se rit des hommes qui déplorent les effects dont ils chérissent les causes [Dios se ríe de los hombres que deploran los efectos y aprueban las causas].

La inacción de la Iglesia -es decir, su eclipsamiento por parte de la secta conciliar y sinodal, su cooperación activa en el proyecto sinárquico de la masonería- es exactamente lo contrario de la atenta inquietud de los Apóstoles, que aún desarmados espiritualmente esperaban las armas celestiales de su Señor y habrían estado dispuestos a empuñarlas y a combatir a costa de sus vidas, como sucedió entonces.

Tristes erant Apostoli: los corazones de los Apóstoles estaban agobiados por la reciente Ascensión del Señor y la ansiosa espera del Espíritu Consolador se basaba más en la esperanza que en la certidumbre humana. Sola, Nuestra Señora custodiaba inquebrantable la certeza de la Fe y ciertamente consoló a los Apóstoles recordándoles las palabras del divino Hijo.

El corazón de los mercenarios no es temeroso: más bien está enloquecido por la hostilidad hacia Aquél que ya ha vencido, para servir y complacer a quien sabe que ya ha perdido irremediablemente. Y es igualmente una locura creer que, en presencia de una traición tan escandalosa como inaudita por parte de la Jerarquía, ese mismo Espíritu Santo no pueda desplegar su omnipotencia por vías extraordinarias, suscitando profetas de las piedras.

Este es el poder creador y regenerador del Espíritu Santo Paráclito: Él sopla donde quiere (Jn 3, 8). Y como enseña nuestro Señor a Nicodemo, donde Él quiere no significa donde le place, no implica arbitrariedad, sino al contrario la coincidencia del acto divino con la voluntad divina. El Espíritu Santo sopla donde quiere: quiere descender para santificar y bendecir con su Gracia el Sacrificio del altar: veni, et benedic hoc sacrificium tuo sancto nomini præparatum; quiere descender sobre los renacidos en el agua del Bautismo, sobre los milites Christi en la Confirmación, sobre los Ministros del Altísimo en la Ordenación sagrada, sobre los esposos en el Matrimonio, sobre los enfermos y moribundos en la Extremaunción. Sopla también en las pequeñas comunidades que resisten al espíritu del mundo, espíritu de mentira que no viene de Dios; sopla en las iglesias donde se conserva la llama de la Fe; en el florecimiento de las Vocaciones seculares y religiosas tradicionales.

Al “Dios de las sorpresas” de Jorge Mario Bergoglio, la verdadera Iglesia y los verdaderos Pastores oponen el semper idem de la eternidad divina. Porque la novedad de la Revelación cristiana no es una meta inalcanzable perseguida por el llamado progreso, sujeta también a las modas y al paso del tiempo; es más bien un acontecimiento histórico que constituye la distinción entre el antes y el después, precisamente entre lo viejo y lo nuevo; entre las tinieblas y la luz. Revelación que es Nuestro Señor Jesucristo, Verbo Eterno del Padre, y que el Paráclito sella con Sus Dones, como Amor divino que procede del Padre y del Hijo; el mismo Espíritu que habló a través de los Profetas y que continúa hablándonos en las palabras eternas de la Santa Iglesia, la voz de Cristo que las ovejas reconocen.

El mundo se burla y rechaza la paz que sólo Nuestro Señor puede dar. Pax Christi in Regno Christi: todo aquél que quiere hacer reinar a Satanás no puede entender ni querer la paz de Cristo, de modo que hay Caos Antichristi en Regno Antichristi. La paz viene sólo de Cristo, y sin Cristo no puede haber paz. No puede haber paz en el mundo hundido en la apostasía y en el culto a Satanás a causa de la traición de la autoridad civil corrupta y servil al poder; no puede haber paz en una Iglesia cuya Jerarquía no es menos apóstata, corrupta en la Moral y en la Fe y subordinada a ese mismo poder.

Pero si en un mundo que crucifica diariamente a su Señor no puede haber paz ni prosperidad, hay sin embargo un pequeño santuario en el que esta paz es posible, en el que el Señor se digna elegir su morada, en el cual los ángeles aman detenerse: es nuestra alma. Un santuario precioso que por voluntad de Dios nadie tiene el poder de violar, ni siquiera los demonios y sus sirvientes, embriagados por el delirio de la inteligencia artificial. El estado del alma en Gracia de Dios la hace crecer en santidad, y cuanto más confiadamente se abandona a la voluntad del Señor más rápidamente se produce este crecimiento espiritual. Ése es el cenáculo en el que muchas veces nos refugiamos, pidiendo al Consolador que nos dé fuerzas y nos sostenga en los momentos de prueba. Y la familia, la “Iglesia doméstica”, es un refugio similar, donde no entran los horrores del mundo corrupto, y que se salvará cuando pase el Ángel exterminador.

Si la Santísima Trinidad habita en nuestra alma, no nos faltará la paz interior en los momentos más difíciles, porque sabremos que es precisamente en esas situaciones que el Señor acude en nuestro auxilio como un Cireneo divino. No dejaremos de profesar plenamente la fe católica, incluso cuando tengamos que responder, como si hubiéramos cometido un delito. Cuando les lleven ante las sinagogas, los magistrados y las autoridades, no se preocupen de cómo disculparse ni de qué decir; porque el Espíritu Santo les enseñará en ese momento lo que deban decir (Lc 12, 11-12). Este es el significado de la palabra Paráclito: abogado, consejero y defensor de los acusados, a quienes el diablo -διάβολος, el acusador- calumnia con sus falsos argumentos. Por eso en el Veni Creator pedimos al Paráclito Hostem repellas longius, ahuyenta al enemigo; por eso añadimos a esa invocación la petición de paz, pacemque dones protinus

Invoquemos, pues, queridos hermanos, al divino Consolador, dulcis hospes animæ, para que en el santuario de nuestro corazón, en nuestras familias y comunidades, reine Cristo, Príncipe de la Paz; de tal modo que donde reina el Hijo, reinen también el Padre y el Espíritu Santo, restaurando el orden divino quebrantado por el pecado. Amén, amén.   

 

+ Carlo Maria Viganò, Arzobispo

19 de mayo de 2024
Dominica Pentecostes

© Traducción al español por José Arturo Quarracino

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