In Sanguine tuo
In Sanguine tuo
Homilía en la Solemnidad externa
de la Preciosísima Sangre de Nuestro Señor Jesucristo
Redemisti nos, Domine, in sanguine tuo,
ex omni tribu, et lingua, et populo, et natione:
et fecisti nos Deo nostro regnum.
Ap 5:9-10
Queridos hermanos y hermanas:
permítanme ante todo que les exprese mi serenidad de alma al afrontar esta prueba. Experimenté la misma paz interior cuando, hace algunos años, redescubrí la Misa tradicional, que desde entonces no he dejado de celebrar exclusivamente y que me devolvió al corazón palpitante de nuestra santa Religión, para comprender que estar unido a Cristo Sacerdote en la ofrenda al Padre eterno debe traducirse necesariamente en la inmolación mística de sí mismo a semejanza de Cristo Víctima, en el restablecimiento del orden divino en el que la Caridad nos consume de amor a Dios y al prójimo, y nos muestra cuán incomprensible -además de inaceptable- es modificar algo de este orden perfecto que la Santa Iglesia anticipa en la tierra,colocando precisamente la Cruz en el centro de todo. Stat Crux dum volvitur orbis.
Pero desde hace sesenta años, junto con el mundo, volvitur et ecclesia. También el cuerpo eclesial ha perdido su propio punto de estabilidad: ayer, en el loco intento de adaptarse al mundo suavizando su doctrina; hoy, en la voluntad decidida de borrar la Cruz, signo de contradicción, para complacer al Príncipe de este mundo. Y en un mundo hostil a la Cruz de Cristo no es posible predicar a Cristo, y a Cristo crucificado, porque esto es “divisivo” de una “fraternidad humana” de la que está excluida la paternidad de Dios. No sorprende entonces que los que anuncian el Evangelio sin adaptaciones sean considerados enemigos. Los cristianos de todas las épocas, y entre ellos los pastores en primer lugar, siempre han sido enfrentados, combatidos y asesinados precisamente por la incompatibilidad entre la Civitas Dei y la civitas diaboli. Esto es lo que nos enseñó el Señor: Si a mí me han perseguido, también les perseguirán a ustedes; si han guardado mi Palabra, también guardarán la vuestra (Jn 15, 20).
Hace unos días una Iglesia subordinada al mundo me juzgó por cisma y me condenó con la excomunión por haber profesado abiertamente la Fe que el Señor me ordenó predicar con la Consagración Episcopal; la misma Fe por la que los mártires fueron asesinados, los confesores perseguidos, los sacerdotes y obispos encarcelados o exiliados. ¿Pero cómo podemos siquiera pensar que es la verdadera Iglesia la que golpea a sus hijos y a sus Ministros, y al mismo tiempo acoge a sus enemigos y hace suyos sus errores? Esta Iglesia, que se autodenomina “conciliar y sinodal”, es una falsificación, una contra Iglesia, para la cual todo comienza y termina en esta vida, y que no quiere aceptar nada eterno precisamente porque la inmutabilidad de la Verdad de Dios es intrínsecamente ajena a la revolución permanente que ella ha acogido y promueve.
Si no fuéramos perseguidos por los que son hostiles a la Cruz, tendríamos que cuestionar nuestra fidelidad a Cristo, quien desde ese trono de dolor y sangre hirió hasta la muerte al Enemigo del género humano. Si nuestro Ministerio pudiera ser de alguna manera “tolerado”, significaría que es ineficaz y comprometido, aunque sólo sea por la aceptación implícita de una convivencia imposible entre opuestos, de una hermenéutica de la continuidad en la que hay lugar para la verdad y el error, para luz y las tinieblas, para Dios y Belial. Por eso considero esta frase del Sanedrín romano como motivo de claridad: un católico no puede dejar de estar en estado de cisma con aquellos que rechazan la profesión de fe en la caridad. No puede haber ninguna comunión con quienes primero rompieron el vínculo sobrenatural con Cristo y Su Cuerpo Místico. Tampoco puede haber obediencia y sumisión a una versión adulterada del Papado en la que se le ha quitado deliberadamente la autoridad a Cristo, principio primero de esa autoridad, para convertirse en tiranía.
Así como en la elección moralmente necesaria de volver a la Misa Apostólica redescubrí el verdadero significado de mi Sacerdocio, también en la decisión de denunciar la apostasía de la Jerarquía modernista y globalista redescubrí el significado de mi Episcopado, de ser un Sucesor de los Apóstoles, testigo de Cristo y Pastor en Su Iglesia.
El miedo, el respeto humano, las valoraciones oportunistas, la sed de poder o la corrupción han llevado a muchos de mis Hermanos a tomar la decisión más sencilla: dejar solo al Señor en Su Pasión y mezclarse con la multitud de Sus verdugos, o simplemente quedarse y observar con miedo de ir contra los sumos sacerdotes y los escribas del pueblo. Algunos de ellos, como Pedro, repiten la frase No lo conozco para no ser llevados ante el mismo Sanedrín. Otros permanecen encerrados en su cenáculo, contentos de no ser juzgados y condenados. ¿Pero es esto lo que el Señor quiere de nosotros? ¿Es esto a lo que Él nos llamó, escogiéndonos como Sus Ministros y anunciadores de Su Evangelio?
Queridos hermanos, bendigan conmigo estos tiempos de tribulación, porque sólo en la enfermedad tenemos la certeza de cumplir la Voluntad de Dios y de santificarnos con Su Gracia. Como dice san Pablo: Mi gracia te basta, porque mi poder se muestra perfecto en la debilidad (2Cor 12, 9). Ser instrumentos dóciles en las manos del Señor es la premisa indispensable para hacer que Su obra sea verdaderamente divina.
Lo único que se nos pide es seguirle: Veni, et sequere me (Mt 10, 21); seguirlo dejando todo lo demás, lo cual es hacer una elección radical. Se nos pide que prediquemos su Evangelio, que bauticemos a todos los hombres en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, que guardemos fielmente todos los preceptos que el Señor nos ha mandado observar (Mt 28, 19-20). Se nos pide que transmitamos intacto lo que hemos recibido –tradidi quod et accepi– sin añadidos, sin cambios, sin omisiones. Y predicar la Palabra oportune, importune, soportándolo todo: in omnipatientia et doctrina (2 Tim 4, 2). Se nos pide tomar nuestra cruz cada día, negarnos a nosotros mismos, estar listos para subir al Calvario y hacernos crucificar con Cristo para resucitar con Él, para participar de Su victoria y de Su triunfo en la bendita eternidad del Cielo. Se nos pide que completemos en nuestra carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo, para el bien de su Cuerpo que es la Iglesia (Col 1, 24). Es necesario que los Pastores vuelvan a pertenecer a Cristo, sacudiéndose el yugo opresivo de subordinación al mundo que los hace cómplices de la ruina de la Iglesia.
Del Sacratísimo Corazón, traspasado por una lanza, fluye la Gracia infinita de los Sacramentos y principalmente del Sacerdocio Católico. Asegura la perpetuación de la acción redentora de Cristo a lo largo de la Historia, para que el Sacrificio perfecto de la Víctima divina – que por su propia sangre entró una vez para siempre en el Santuario (Hb 9, 12) – siga siendo ofrecido bajo las Especies sacramentales al Padre Eterno. De igual manera, cuando la Iglesia aparece derrotada y se la da por muerta, una lanza en su costado renueva esa sangre y esa agua, preparando las premisas para una futura restauración y garantizando la conservación del Sacerdocio, de la Misa y de los Sacramentos: de la Tradición. Serán esa sangre y esa agua las que irrigarán esta tierra reseca y agrietada por la sequía, sedienta de la Verdad y del Bien, para que la semilla de los Cristianos brote y dé frutos.
Guardaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros disfrazados de ovejas, pero que por dentro son lobos rapaces (Mt 7, 15): con estas palabras, significativamente propuestas por la Liturgia de este VII domingo después de Pentecostés y que leeremos en el último Evangelio, el Señor nos advierte contra quienes usurpan el don de profecía para contradecir la Fe que Él ha revelado y enseñado a los Apóstoles para que fuera transmitida fielmente a lo largo de los siglos. El Señor no dice: Guardaos de los que siembran error, sino de los falsos profetas. ¿Quiénes son estos falsos profetas, estos pseudocristos de los que habla la Sagrada Escritura? Porque surgirán falsos Cristos y falsos profetas que realizarán grandes señales y prodigios, para engañar, si es posible, incluso a los elegidos. ¡Mirad que os lo he predicho! (Mt 24, 24-25). Estos son los mercenarios, los falsos pastores, a los que podemos reconocer ex fructibus eorum, por sus frutos, por lo que hacen (Mt 7, 16-20). Conocemos los frutos y los tenemos ante nuestros ojos: la destrucción planificada de la Viña del Señor por parte de Sus propios viñadores.
Lo que se me imputa como delito para declararme cismático y condenarme a la excomunión ha quedado registrado en las actas de un juicio que no me condena a mí, sino a mis acusadores, enemigos de la Cruz de Cristo. Cuando termine el eclipse que oscurece a la Iglesia y Nuestro Señor vuelva a estar en el centro de la vida de Sus Ministros, los que hoy están marginados encontrarán justicia, y los que han abusado de su poder para dispersar el Rebaño del Señor deberán responder a su tribunal y al de la historia. Continuaremos haciendo lo que han hecho todos los Obispos Católicos, siendo a menudo perseguidos por ello.
Y continuaremos en nuestro trabajo incluso si esto se ve obstaculizado por quien usurpa el poder de las Santas Llaves contra la propia Iglesia. La autoridad de los Pastores – y la del Sumo Pontífice – está en manos de falsos pastores, que como tales cuentan precisamente con nuestro respeto a la Jerarquía y con nuestra obediencia habitual, para hacernos aceptar la traición de Cristo y la ruina de almas. Pero la autoridad viene sólo de Cristo, quien quiere que todos se salven y alcancen la bienaventuranza eterna a través de la única Arca de la Salvación. Si la autoridad vicaria en la tierra predica la salvación de las falsas religiones y la inutilidad del Sacrificio de Cristo, entonces rompe el cordón umbilical que la une a Él, deslegitimándose. No nos separamos de la Santa Madre Iglesia, sino de los mercenarios que la infestan. No rechazamos la obediencia y la sumisión al Pontífice, sino a quienes humillan y manipulan el Papado contra la Voluntad de Cristo. No cuestionamos la Verdad revelada – ¡quod Deus avertat! – sino los errores que todos los Papas siempre han condenado y que hoy son impuestos por quien quiere transformar a la Santa Iglesia en sierva de sus enemigos (Lam 1, 1), por quien se engaña pensando que se puede conservar vivo el cuerpo eclesial separándolo de su Cabeza que es Cristo.
No tenemos un Pontífice que pueda juzgarnos y excomulgarnos. Si hubiera un Papa yo ni siquiera sería juzgado, ni excomulgado ni declarado cismático, porque ambos profesaríamos la misma Fe y comulgaríamos en el mismo altar. Si hoy Bergoglio me juzga para condenarme y excomulgarme, es precisamente porque hace profesión pública de pertenecer a otra religión y de presidir otra iglesia, su iglesia, la iglesia sinodal de la que soy “expulsado” por ser Católico y, de hecho, ajena a ella.
Recen, queridos hermanos. Recen en primer lugar por los fieles y por los Ministros que experimentan la contradicción moral de pertenecer a la verdadera Iglesia de Cristo y a la falsa Iglesia del usurpador Bergoglio, para que se sacudan de su letargo y tomen partido bajo la Cruz, dando testimonio a la Verdad. Recen por esos Obispos y sacerdotes que humildemente y a pesar de sus debilidades sirven al Señor. No hagamos desaparecer la Preciosísima Sangre que Él derramó por nosotros, y más bien asegurémonos de poder repetir con San Pablo: Gratia Dei in me vacua non fuit (1Cor 15, 10). Esta Sangre descenderá hoy sobre nuestro Altar, y seguirá descendiendo allí hasta que la Iglesia tenga Obispos que puedan perpetuar el Sacerdocio y sacerdotes que celebren el Santo Sacrificio, según el rito transmitido por la Sagrada Tradición. Por eso actuamos con el corazón sereno y con la convicción de que lo que estoy haciendo es conforme a la voluntad de Dios. Y así sea.
+ Carlo Maria Viganò, Arzobispo
7 de Julio de 2024
Dominica VII post Pentecosten
© Traducción al español por José Arturo Quarracino