Carta abierta al “Cardenal” Zuppi

Mons. Carlo Maria Viganò

Carta abierta al “Cardenal” Zuppi

publicata en La Verità el 26 de Julio de 2024

Querido Don Matteo, 

No me atrevo a llamarle Eminencia para no cargar de triunfalismo preconciliar esa imagen humilde y modesta que tan escrupulosamente se ha creado usted de sí mismo. En efecto, ser eminente presupone una posición de superioridad y de responsabilidad ante Dios y ante la comunidad con respecto a los demás, que se reconocen jerárquicamente inferiores a usted. Por eso creo que le hago un favor al dirigirme a usted como lo haría con mi plomero o con el empleado de correos: la  ropa y la forma de hablar son más o menos las mismas.

Debo decir que encuentro poco espontáneo este négligé soigné, esta pose suya de ser el último de los últimos, cuando a diferencia de los verdaderos últimos usted conserva y utiliza ampliamente todos los privilegios asociados al hecho de ser Arzobispo de Bolonia, Presidente de la Conferencia Episcopal Italiana y Cardenal de la Santa Iglesia Romana. Este empeño en construir una imagen mediática está muy de moda en la Iglesia sinodal a la que usted pertenece. El jesuita argentino que vive en la residencia de Santa Marta en lugar de en los apartamentos papales del Palacio Apostólico no es menos: sale a comprar zapatos ortopédicos en Borgo Pio y gafas en Via del Babuino como cualquier jubilado, con el truco de hacerse seguir por reporteros y fotógrafos que celebran extasiados la humildad del ‘papa Francisco’ en la prensa. Una humildad de fachada que choca con su comportamiento tiránico y colérico bien conocido por quienes le conocen de cerca. El tópico es, entonces, evidente y quizá convendría introducir alguna variación, aunque sólo sea para disipar la impresión de querer congraciarse con Bergoglio o de aspirar a sucederle.

Leo en La Verità un relato de su intervención en el Festival de Giffoni, una localidad completamente desconocida para muchos y que por eso mismo es uno de los lugares predilectos de la élite boloñesa de radicales ricos, estrictamente de izquierda, que viven en lujosos pisos en el centro de la ciudad, dejando para los comunes mortales las “periferias existenciales” de los condominios populares de via Stalingrado, donde ser obrero y tener una familia normal es más problemático que ser drag queen en el Cassero, donde un católico está más marginado que un mahometano.

Usted habla de acogida en una ciudad que, como casi todas las capitales italianas, se ha transformado precisamente -gracias a su “acogida” en un zoco de vagabundos, drogadictos, delincuentes y proxenetas, en un lucrativo negocio subvencionado por el Estado y por la Unión Europea. Si usted caminara por via Indipendenza al atardecer, podría saborear y respirar el clima que tanto parece gustarle de palabra, pero que evidentemente usted desconoce. Y tal vez tendría que refugiarse en un bar o ser rescatado por los Carabinieri para no tener que entregar su reloj y su teléfono móvil a los delincuentes que tienen como rehén a la ciudad de la que usted -lo recuerdo a quien no se haya dado cuenta- es Arzobispo. Una ciudad en la que hay más personas en [la Marcha d]el Orgullo Gay que en la procesión de Corpus Christi o de la de la Virgen de San Luca.

Su bienvenida, querido Don Matteo, es una grotesca quimera y una mentira. Una quimera, porque se limita a enunciar principios fantasiosos que la historia ha desmentido ampliamente. Una mentira, porque la utopía de una sociedad multirracial y multirreligiosa sirve en realidad para demoler ese modelo de sociedad que la Iglesia católica -la que usted desconoce, antes del Concilio Vaticano II- había construido a lo largo de los siglos no sólo con sus iglesias y sus obras maestras del arte y la cultura, sino también con sus hospitales, hospicios, escuelas, cofradías y obras de caridad. Las iglesias de Bolonia, como las de toda Italia, están desiertas y ahora sirven de lugares para celebrar conciertos, conferencias o reuniones ecuménicas reservadas a los privilegiados de su reducidísimo círculo, que es el mismo de Michela Murgia, de Elly Schlein y de la gauche caviar ahora convertida a la religión woke y al globalismo, a la ideología LGBTQ+, a la teoría de género y a la cultura verde. Esas iglesias abandonadas, en las que unos pocos adeptos al culto modernista se reúnen para felicitarse de lo bueno, humildes e inclusivos que son, y de lo feos y malos que son los indietristas (a los que usted excomulga), son el síntoma de una crisis de la que Su iglesia es la principal responsable, desde los días en que el progresismo católico italiano de Dossetti encontró amplia protección bajo el manto del cardenal Lercaro. Y no es casualidad que hace unos días usted considerara oportuno celebrar una Misa de réquiem por el alma del modernista Ernesto Buonaiuti, sacerdote hereje reducido al estado laical, excomulgado vitandus y muerto impenitente en la defensa de esos errores doctrinales que hoy usted, su Iglesia y su Bergoglio han hecho propios y quieren imponer también al común de los fieles, de los cuales desprecian su sencillez de Fe y la exasperación por este mundo del que usted reniega con su aplauso. Y cuando en los campanarios de Bolonia la media luna sustituya a la Cruz y en las calles del centro resuene la voz del almuédano en lugar de las campanas, los católicos supervivientes sabrán a quién agradecer. Ya está ocurriendo en muchas naciones europeas, víctimas antes que Italia de la sustitución étnica que usted fomenta culpablemente.

Quien le escribe tuvo el privilegio de ver que le impusieron la excomunión por cisma justamente los herederos de Buonaiuti, tan amigo de Angelo Giuseppe Roncalli así como de Giovanni Battista Montini lo fue Don Lorenzo Milani y otros egocéntricos rebeldes. Un bonito escenario, sin duda. Los que hasta Pío XII eran peligrosos desviados en la Fe y en la Moral son ahora las deidades protectoras de una Jerarquía no menos corrupta, que cambiando el Magisterio de la Iglesia espera rehabilitarse con ellos y así poder tapar sus propias vergüenzas y escándalos. Pero no basta con cambiar el nombre a los vicios para convertirlos en virtudes: la herejía sigue siendo herejía, la fornicación sigue siendo fornicación, la sodomía sigue siendo sodomía. Y como tales, estas plagas siguen condenando a las almas, porque las alejan de Dios, que es Verdad y Caridad. Su llamada a “quererse bien” no significa nada. Cuando un alma se pierde, es tarea del buen Pastor ir a buscarla, tomarla con la fuerza de la Palabra de Dios -esto simboliza el cayado pastoral- y traerla de vuelta al redil. Su indulgencia hacia el “mundo queer” delata la falta de esa visión sobrenatural que todo sacerdote y todo obispo deberían tener. Querer bien a una persona significa querer su bien en el orden establecido por Dios, no confirmarla en sus errores. El médico que niega la herida purulenta no cura al paciente, sino que traiciona su vocación en aras de la vida tranquila o de la complacencia; y el paciente al que hay que amputar un miembro con cáncer terminal no le agradecerá su indulgencia, sino que por el contrario lo detestará por su traición.

Usted se deleita con el conventillo de seguidores que le invitan a diestra y siniestra (más a la izquierda, en realidad). Mientras se vista como un conductor de autobús, mientras lleve la Cruz pectoral bien escondida en el bolsillo del pecho y ratifique sus exigencias con discursos equívocos e hipócritas, también le convocarán al Festival de la Piadina de Borgo Panigale, quizá más famoso que el Festival de Giffoni. Pero si usted tuviera la audacia de presentarse como Arzobispo y Cardenal, de predicar el Evangelio en sus puntos más hostiles para la mentalidad del mundo, debería volver al Episcopado y sería ferozmente atacado como todos tus predecesores hasta el Concilio. La masonería arremetería contra la intolerancia papista, la izquierda le señalaría como fascista, y el mismo Bergoglio -que traiciona de la misma manera a todo el cuerpo eclesial- le destituiría y le daría la misma excomunión que me ha dado a mí, que procuro no faltar a mis deberes de Pastor.

Es demasiado cómodo, don Matteo, marchar al compás de los tiempos: es la tentación de todos los siglos, y la Sagrada Escritura también nos ha prevenido contra ella. No dejarse contaminar por este mundo (Sant 1, 27) no significa vivir en un hiperuranio de intelectuales autodenominados progresistas despreocupados de los que mueren en cuerpo y alma, ni animar a los pecadores a seguir por el camino de la perdición para ser amigos de todos y no tener a nadie en contra. Quien ha recibido la Sagrada Púrpura debería saber que simboliza la sangre que debe estar dispuesto a derramar por la Iglesia, como lo han hecho todos aquellos que tomaron en serio al Señor: Ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les ordeno (Jn 15, 14). Ha oído bien: lo que Yo les ordeno. La Redención no es una opción entre otras, como quieren hacernos creer los modernistas: al morir en la Cruz, el Hijo de Dios dio su vida por nosotros y no podemos permanecer indiferentes frente el Sacrificio de Cristo. Sin esa Cruz, sin la Pasión y Muerte de Cristo, la humanidad seguiría todavía bajo el poder de Satanás. La verdadera humildad no consiste en parecer humildes, sino en reconocernos como tales ante Dios, en obedecer Sus Mandamientos, en tener en Él el único fin de nuestra existencia, en llevar a Él a todas las almas, por las que Él sufrió.

La Iglesia no es una sala de teatro o una carpa de circo que se llena de público, cambiando de vez en cuando los espectáculos en cartel. Es el Salón de las Bodas del Cordero, al que sólo se entra con el traje nupcial que el Esposo nos da en el Bautismo. El todos todos todos de Bergoglio es un engaño, y es tanto más grave cuanto más conscientes son de que van contra las mismas palabras del Señor, cuyo Evangelio dicen representar y cuyo Evangelio pisotean. Hipócritas: vuestra inclusividad incluye a todos sólo en teoría, pero termina excluyendo en la práctica a los que no tienen vuestras ideas y no adoran vuestros ídolos, de la misma manera que hace la Izquierda woke que tanto le gusta a usted.

Afirmar que no hace falta creer en Dios para salvarse es una blasfemia: una blasfemia que agrada al mundo precisamente porque se engaña con vuestra complicidad, creyendo que Dios, mientras que en realidad todo gira en torno a la Cruz de Cristo, y nadie que no se niegue a sí mismo y le siga podrá alcanzar la salvación eterna. Una blasfemia que convierte a la Iglesia en inútil, y a usted con ella.

Siga usted complaciendo al mundo que le pide que abjure de la Fe y abrace sus ideologías falsas y engañosas. Dicen a los videntes “no tengan visiones” y a los profetas “¡no hagan profecías sinceras, dígannos cosas agradables, profeticen ilusiones!” (Is 30, 10). Siga haciéndose invitar al Festival de Giffoni y a celebrar Misas de sufragio por los herejes excomulgados. Sigue haciendo creer a muchas almas perdidas que sus vidas pecaminosas no les impedirán la felicidad eterna, y a los inmigrantes mahometanos que sometiendo Europa al Islam irán al Paraíso. Pero al menos tenga la coherencia de reconocer que en lo que usted hace y en lo que usted es no hay nada católico y conforme a la voluntad de Cristo. Ni siquiera necesita cambiarse de vestimenta.

 

+ Carlo Maria Viganò, Arzobispo

 

© Traducción al español por: José Arturo Quarracino

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