El Papado “descompuesto”
El Papado ``descompuesto``
Emeritus. munus, ministerium
La interminable saga de la Renuncia de Benedicto XVI sigue alimentando una narrativa cada vez más atrevida y surrealista de los acontecimientos que hemos presenciado en la última década. Teorías inconsistentes que no están respaldadas por ninguna evidencia se han apoderado de muchos fieles e incluso sacerdotes, aumentando la confusión y la desorientación. Pero si esto ha sido posible, también se debe en gran medida a quienes, conociendo la verdad, la temen por las consecuencias que podría tener, una vez revelada. De hecho, hay quienes consideran que es preferible mantener unido un castillo de mentiras y engaños, antes que tener que cuestionar un pasado de connivencias, silencios y complicidades.
El intercambio epistolar
Durante un encuentro en el Hotel Renaissance Mediterraneo de Nápoles con los católicos del Cœtus fidelium local, celebrado el 22 de noviembre, monseñor Nicola Bux mencionó un intercambio de cartas con el “Papa emérito Benedicto XVI”, que data del verano de 2014, que constituiría la desmentida de las teorías sobre la invalidez de la Renuncia. El contenido de estas cartas –la primera, de monseñor Bux, del 19 de julio de 2014 (tres páginas) y la segunda, de Benedicto XVI, del 21 de agosto siguiente (dos páginas)– no se publicó hace diez años, como hubiera sido más que deseable, pero solo hoy apenas se ha insinuado su existencia. Da la casualidad de que estoy al tanto de este intercambio de cartas, así como de su contenido.
¿Por qué motivo decidió monseñor Bux no divulgar rápidamente la respuesta de Benedicto XVI cuando aún estaba vivo y en condiciones de confirmarla y fundamentarla, y en cambio revelar solamente su existencia, sin revelar su contenido, casi dos años después de su muerte? ¿Por qué ocultar a la Iglesia y al mundo esta declaración autorizada y muy importante?
La revolución permanente
Para responder a estas legítimas preguntas, es necesario dejar de lado la ficción mediática. En primer lugar, es necesario entender que la visión antitética de un Ratzinger “santo subito” [inmediatamente santo] y un Bergoglio “feo y malo” es conveniente para muchos. Este enfoque simplista, artificial y falso evita abordar el corazón del problema, es decir, la perfecta coherencia de acción de los “papas conciliares” desde Juan XXIII y Pablo VI hasta el autodenominado Francisco, pasando por Juan Pablo II y Benedicto XVI. Los fines son los mismos, aunque se persigan con métodos y lenguaje diferentes. La imagen de un teólogo anciano, elegante y fino, en un planeta romano y con zapatos rojos, que reconoce la ciudadanía al Rito Tridentino y la de un heresiarca globalista intemperante que no celebra la Misa y anula el Summorum Pontificum, mientras promulga la liturgia maya con féminas que esparcen incienso, es parte de esa operación de polarización forzada que también hemos visto adoptada en el ámbito civil, donde se ha llevado a cabo un proyecto subversivo similar, favoreciendo por un lado a las fuerzas ultra progresistas y por otro lado silenciando las voces de la disidencia.
En realidad, Ratzinger y Bergoglio –y es precisamente esto lo que los conservadores no quieren reconocer– constituyen dos momentos de un proceso revolucionario que contempla fases alternas y sólo aparentemente opuestas, siguiendo la dialéctica hegeliana de tesis, antítesis y síntesis. Un proceso que no comienza con Ratzinger ni terminará con Bergoglio, pero que se remonta a Roncalli y parece destinado a continuar mientras la deep church [iglesia profunda] siga reemplazando a la Jerarquía católica usurpando su autoridad.
En la visión de Ratzinger, la tesis del Vetus Ordo y la antítesis del Novus Ordo se componen en la síntesis del Summorum Pontificum, gracias al truco de un único rito en dos formas. Pero esta “coexistencia pacífica” es el producto del idealismo alemán; y es falsa porque se basa en la negación de la incompatibilidad entre dos formas de concebir la Iglesia, una sancionada por dos mil años de Catolicidad, la otra impuesta con el Concilio Vaticano II gracias a la obra de herejes hasta entonces condenados por los Romanos Pontífices.
La “redefinición” del Papado
Encontramos el mismo modus operandi en la voluntad expresada primero por Pablo VI, luego por Juan Pablo II y finalmente por Benedicto XVI de “redefinir” el Papado en clave colegial y ecuménica, ad mentem Concilii, donde la institución divina de la Iglesia y del Papado (tesis) y las instancias heréticas de los neomodernistas y de las sectas no católicas (antítesis) confluyen en una redefinición del Papado en clave ecuménica, prevista por la encíclica Ut unum sint promulgada por Juan Pablo II en 1995 y más recientemente formulada en el Documento de Estudio del Dicasterio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos del pasado 13 de junio: El Obispo de Roma. Primacía y sinodalidad en los diálogos ecuménicos y en las respuestas a la encíclica ‘Ut unum sint’. No será una sorpresa saber –como me confió el Cardenal Walter Brandmüller en enero de 2020 en respuesta a una pregunta específica mía– que el profesor Joseph Ratzinger elaboró la teoría del Papado emérito y colegial con su colega Karl Rahner, en los años setenta, cuando ambos eran “jóvenes teólogos”.
En el transcurso de una conversación telefónica que tuve en 2020, una asistente de mucha confianza de Benedicto XVI me confirmó la intención del Papa –reiterada a la misma varias veces– de retirarse a la vida privada en su residencia bávara, sin mantener ni el nombre apostólico ni las vestiduras papales. Pero esta eventualidad fue considerada inoportuna para los que perderían su poder en el Vaticano, especialmente en lo que respecta a aquellos conservadores que tenían a Benedicto XVI como referencia y habían mitificado su figura.
No sabemos con certeza si la solución teorizada con Rahner por el joven Ratzinger fue también contemplada por el anciano Pontífice, ni si el Papado emérito fue “exhumado” por quienes querían mantener a Benedicto en el Vaticano, incluso valiéndose de las presiones externas sobre la Santa Sede que se habían materializado con la suspensión del Vaticano del sistema SWIFT, significativamente restaurado en forma inmediata después del anuncio de la Renuncia. De hecho, la Renuncia creó una inmensa confusión en el cuerpo eclesial y ha entregado la Sede de Pedro a su demoledor, lo que en todo caso involucra a Joseph Ratzinger.
Benedicto recurrió entonces a la invención del “Papado emérito”, intentando, en violación de la práctica canónica, mantener viva la imagen del “buen teólogo” y del defensor Traditionis que su entourage [entorno] había construido. Por otra parte, un análisis de los acontecimientos relacionados con el epílogo de su Pontificado es extremadamente complejo, tanto por las peculiaridades intelectuales y de carácter de Ratzinger, como por la opacidad de la acción de sus colaboradores y de la Curia, y finalmente por el ἅπαξ absoluto de la Renuncia, tal como lo llevó a cabo Benedicto XVI, una modalidad totalmente inédita nunca antes acontecida en la historia del Papado.
Por otro lado, este paréntesis de muceta y camauro iba a ser eclipsado con la entrega al ya designado arzobispo de Buenos Aires, candidato de la Mafia de San Galo para ocupar su lugar desde el Cónclave de 2005. El rol de Benedicto XVI como Emérito tenía la función de flanquear una especie de Papado conservador (munus) que vigilaría al Papado progresista (ministerium) de Bergoglio, para mantener unido el componente moderadamente conservador de Ratzinger y el violentamente progresista de Bergoglio, favoreciendo la percepción de una continuidad entre el “Papa emérito” y el “Papa reinante”.
En esencia, se encontró una manera de mantener a Benedicto en el Vaticano, para asegurar que su presencia dentro de los Muros Leoninos apareciera como una forma de aprobación de Bergoglio y de las aberraciones de su “pontificado”. Por su parte, el Argentino vio en este monstrum canónico –porque así es el “Papado emérito”– un instrumento de desestructuración del Papado en clave conciliar, sinodal y ecuménica que, como sabemos, fue compartido por el mismo Benedicto XVI.
El “monstrum” canónico del Papado emérito
Hay que decir que la institución del Episcopado emérito es también un monstrum canónico, porque con ello el Obispo diocesano ve “congelada” su jurisdicción por razón de la edad (al llegar a los 75 años), lo cual es contrario a la práctica plurisecular de la Iglesia. El Episcopado emérito, al hacer perder a los Obispos la conciencia de ser sucesores de los Apóstoles, ha tenido también como consecuencia inmediata una pérdida total su responsabilidad, relegándolos al rol de meros funcionarios y burócratas. También la institucionalización de las Conferencias Episcopales como organismos de gobierno que interfieren y obstaculizan el ejercicio de la potestas [poder] de cada uno de los Obispos ha constituido ciertamente un ataque a la constitución divina de la Iglesia Católica y a su Apostolicidad.
El Episcopado emérito, introducido inmediatamente después del Concilio en 1966 con el Motu Proprio Ecclesiæ Sanctæ y luego integrado por el Código de Derecho Canónico de 1983 (can. 402 § 1), revela una significativa coherencia con Ingravescentem Ætatem de 1970, que priva a los Cardenales de setenta y cinco años de sus funciones de Curia y a los Cardenales de ochenta años del derecho a elegir al Papa en un Cónclave. Más allá de la formulación jurídica de estas leyes eclesiásticas, su mens [intención] sólo puede entenderse en una perspectiva de exclusión deliberada de Obispos y Cardenales ancianos de la vida de la Iglesia, destinada a favorecer el “relevo generacional” –un verdadero reset [reseteo] de la Jerarquía Católica– con prelados ideológicamente más cercanos a las nuevas instancias promovidas por el Vaticano II. Esta depuración artificial de la estructura más ancianas del Episcopado y del Colegio Cardenalicio –y por lo tanto presumiblemente menos inclinada a la innovación– ha terminado por distorsionar los equilibrios internos en la Jerarquía, según una impostación mundana y secular ya ampliamente adoptada en la esfera civil. Y cuando, bajo el Pontificado de Juan Pablo II, las llamadas “viudas Montini” –es decir, los cardenales que habían alcanzado el límite de edad en los años ochenta– pidieron la revocación del Ingravescentem Ætatem para no ser excluidos del Cónclave, se hizo evidente que también los progresistas de los años 70 estaban destinados a ser víctimas a su vez de la norma que habían invocado para los demás: Et incidit in foveam quam fecit [cae en la fosa que hizo] (Sal 7, 16).
No pasará desapercibido que, en una perspectiva de “redefinición” del Papado en clave sinodal, donde el Obispo de Roma es considerado primus inter pares [primero entre iguales], la institución del Episcopado emérito y las normas que limitan el ejercicio del Episcopado y del Cardenalato al llegar a una cierta edad, constituyen la premisa para la institucionalización del Papado emérito y para la jubilación del Papa anciano.
El falso problema de munus y ministerium
De la tesis del Papado (yo soy el Papa) en conflicto con la antítesis de la Renuncia (ya no soy Papa) emerge un concepto en continuo devenir –así como el devenir es el absoluto para Hegel– es decir, la síntesis del Papado emérito (sigo siendo Papa pero no actúo como Papa). No debe pasarse por alto este aspecto filosófico del pensamiento de Joseph Ratzinger, que en él es proprio y recurrente: la síntesis es en sí misma provisoria, en vista de su mutación en una tesis a la que se opondrá una nueva antítesis que dará lugar a una nueva síntesis, a su vez provisoria. Este devenir incesante es la base ideológica, filosófica y doctrinal de la revolución permanente inaugurada por el Concilio Vaticano II en el frente eclesial y por la izquierda globalista en el frente político.
Por lo tanto, hemos asistido a una especie de separación artificial del Papado: por un lado, el Papa renunció al Papado y, por el otro, la persona Papæ, Joseph Ratzinger, trató de mantener algunos aspectos del mismo que le garantizaran protección y prestigio. Dado que el alejamiento físico de la Sede Apostólica podía aparecer como una forma de desaprobación de la línea de gobierno de la Iglesia impuesta por la Iglesia profunda bergogliana, tanto el Secretario personal como el Secretario de Estado presionaron fuertemente a Ratzinger para que permaneciera “a medio servicio”, por así decir, jugando con la separación ficticia entre munus y ministerium –por otra parte, desmentida enérgicamente en la respuesta del Emérito a monseñor Bux.
El Prof. Enrico Maria Radaelli puso en evidencia en sus profundos estudios que esta bipartición arbitraria del mandato petrino entre munus y ministerium invalida la Renuncia. Desde el momento que el Primado petrino no puede dividirse en munus y ministerium, ya que es una potestas que Cristo Rey y Pontífice confiere a quien ha sido elegido para ser Obispo de Roma y Sucesor de Pedro, la negación de Ratzinger (en la carta citada) de que no quiso separar munus y ministerium está en contradicción con la propia admisión de Benedicto XVI que ha basado el Papado emérito en el modelo del Episcopado emérito, que se basa precisamente en esta división artificial e imposible entre ser y hacer el Papa, entre ser y hacer el Obispo. Lo absurdo de esta división es evidente: si fuera posible poseer el munus sin ejercer el ministerium, también sería posible ejercer el ministerium sin poseer el munus, es decir, desempeñar las funciones de Papa sin serlo: lo cual es una aberración tal que invalidaría radicalmente el consentimiento a la asunción del Papado mismo. Y en cierto sentido, hemos visto materializarse esta dicotomía surrealista entre munus y ministerium, cuando el Emérito era Papa pero no ejercía el Papado, mientras que Bergoglio actuó como Papa sin serlo.
La desacralización del Papado
Por otra parte, el proceso de desacralización del Papado que comenzó con Pablo VI (pensemos en la espectacular deposición de la tiara) continuó sin interrupción también bajo el Pontificado de Benedicto XVI (quien también quitó la tiara del escudo papal). Esto hay que atribuirlo principalmente a la nueva eclesiología herética del Vaticano II, que hizo suyas las instancias de la sociedad secularizada y “democrática”, acogiendo en el seno de la Iglesia conceptos como colegialidad y sinodalidad que son ontológicamente ajenos a ella, desvirtuando así la naturaleza monárquica de la Iglesia querida por su divino Fundador. Ciertamente, nos deja desconcertados e inmensamente entristecidos al ver con cuanto celo la Jerarquía conciliar y sinodal ha promovido la subversión dentro de la Iglesia Católica. Una secuencia de reformas, normas y prácticas pastorales durante más de sesenta años han demolido sistemáticamente lo que hasta antes del Vaticano II se consideraba intangible e irreformable.
Hay que recordar también que la renuncia de Benedicto XVI no fue seguida por un Cónclave normal, en el que los electores eligieron serenamente al candidato para suceder en el Trono de Pedro; sino por un verdadero golpe de Estado llevado a cabo ex professo por la Mafia de San Galo –es decir, por el componente subversivo que se ha infiltrado en la Iglesia en las décadas anteriores – a través de la manipulación y violación del proceso electivo regular y el recurso al chantaje y a la presión en el Colegio Cardenalicio. No olvidemos que un eminente Prelado confió a sus conocidos que lo que había presenciado personalmente en el Cónclave podía poner en peligro la validez de la elección de Jorge Mario Bergoglio. También en este caso, incomprensiblemente, se ha dejado de lado el bien de la Iglesia y la salvación de las almas, en nombre de una observancia farisaica del secreto pontificio, tal vez no exenta totalmente de chantajes y amenazas.
Hay una contradicción evidente entre el objetivo que Benedicto se fijó a sí mismo (es decir, renunciar al papado) y los medios que eligió para hacerlo (basados en el invento del Papado emérito). Esta contradicción, en la que Benedicto XVI renunció subjetivamente pero objetivamente produjo un monstrum canónico, constituye un acto tan subversivo que hace nula la Renuncia y la invalida. A su debido tiempo, esta contradicción tendrá que ser remediada por un pronunciamiento autorizado, pero el hecho ineludible es que la forma en que se concebida la Renuncia no elimina las irregularidades posteriores que llevaron a Bergoglio a usurpar el Trono de Pedro con la complicidad de la Iglesia profunda y del Estado profundo. Tampoco es posible pensar que la Renuncia no deba ser leída a la luz del plan subversivo que pretendía derrocar a Benedicto XVI y sustituirlo por un emisario de la élite globalista.
El castillo de mentiras en el que cooperan laicos, sacerdotes y prelados cooperan, incluso de buena fe, sigue siendo una jaula en la que se han encerrado a sí mismos. En la dramatización mediática, los actores Ratzinger y Bergoglio nos han sido presentados como portadores de teologías antitéticas, cuando en realidad representan dos etapas sucesivas de un mismo proceso revolucionario. Pero la apariencia, el simulacro en el que se basa la comunicación de masas, no puede reemplazar la sustancia de la Verdad a la que la Iglesia Católica está indefectiblemente ligada por mandato divino.
Conclusión
A los numerosos fieles escandalizados, a los tantísimos sacerdotes y religiosos confundidos e indignados, a los pocos –al menos por ahora– que alzan la voz para denunciar el golpe de Estado perpetrado contra la Santa Iglesia por sus propios ministros, dirijo mi aliento a perseverar en la fidelidad a Nuestro Señor, Sumo Sacerdote Eterno, Cabeza del Cuerpo Místico. Resistid firmes en la fe, nos amonesta el Príncipe de los Apóstoles (1Pe 5, 9), sabiendo que vuestros hermanos por todo el mundo sufren los mismos padecimientos que vosotros. El sueño en el que el Salvador parece ignorarnos mientras la Barca de Pedro es sacudida por la tempestad, debe ser un estímulo para que invoquemos Su ayuda, porque solo en el momento en que nos dirigimos a Él, dejando a un lado los respetos humanos, las teorías inconsistentes y los cálculos políticos, Lo veremos despertar y ordenar a los vientos y al mar que se calmen. Resistir en la fe exige luchar para permanecer fieles a lo que el Señor ha enseñado y mandado, en el momento mismo en que muchos, especialmente en la cima de la Jerarquía, lo abandonan, lo niegan y lo traicionan. Resistir en la fe implica no fallar en el momento de la prueba, saber sacar de Él la fuerza para superarla victoriosamente. Resistir en la fe, por último, significa saber mirar a la cara la realidad de la passio Ecclesiæ y del mysterium iniquitatis, sin tratar de disimular el engaño tras el cual se esconden los enemigos de Cristo. Este es el sentido de las palabras del Salvador: Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres (Jn 8, 32).
+ Carlo Maria Viganò, Arzobispo
30 de noviembre de 2024
S.cti Andreæ Apostoli
© Traducción al español por Josi Artur Quarracino