
Modicum

Modicum
Homilía en la Ascensión del Señor
Modicum et jam non videbitis me,
et iterum modicum et videbitis me,
quia vado ad Patrem.
Jn 16, 16
Durante el canto del Evangelio vimos apagarse el Cirio pascual, para simbolizar la ascensión de Cristo al Padre, cuarenta días después de la Resurrección. Algunas pinturas representan la escena de la Ascensión mostrándonos a los Apóstoles mirando hacia arriba, donde a veces se ve la figura completa del Señor y otras veces sólo se ven sus pies; en otras, es como si viéramos lo que el Señor veía al ascender, es decir, sus propios pies y más bajo los rostros absortos de los Apóstoles. Son dos perspectivas diferentes de la misma escena, y es precisamente en esta perspectiva diferente en la que me gustaría detenerme con ustedes para meditar el Misterio de la Ascensión.
El motivo por el que creo que una meditación sobre este tema puede ser espiritualmente útil es que toda la realidad, en la eternidad inmutable de Dios y en el devenir frenético del tiempo, muestra el orden divino que une al Padre Creador a las criaturas, al Hijo Redentor a los redimidos, al Espíritu Santificador a los creyentes santificados. Y este maravilloso entramado entre las cosas sobrenaturales y las terrenales, entre el espíritu y el cuerpo, fue sancionado definitivamente por la Encarnación de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, que en Nuestro Señor Jesucristo ve unidas la naturaleza humana y la divina en el cumplimiento de la Redención. Cristo Hombre intercede por los hombres pecadores, Cristo Dios se ofrece al Padre para reparar infinitamente las infinitas ofensas contra la Majestad infinita de Dios. No podemos concebir la Redención sin la Encarnación, ni la Encarnación sin la Caridad hacia Dios y al prójimo. Y es esta perfección de nuestra Santa Religión la que indudablemente la muestra como divina: sólo un Dios que es Amor (1 Jn 4, 16) puede concebir la locura de encarnarse para redimir a la criatura que se ha rebelado contra Él. Sólo un Dios encarnado puede dignarse permanecer entre los suyos, cuarenta días después de haber resucitado, posponiendo el regreso corporal a la gloria del Cielo.
Nosotros miramos la Ascensión desde abajo como los discípulos, y vemos al Señor que se va, después de haber prometido a los Apóstoles el envío del Espíritu Santo, que irrumpirá en el Cenáculo dentro de diez días. Vemos sus pies, las telas de la vestimenta, las nubes que se abren para mostrar la Corte celestial. Consideramos la Ascensión como un tiempo de separación y privación, porque vemos al Señor ascender y dejar este mundo en una especie de largo paréntesis entre la partida y el retorno glorioso al final de los tiempos. Nos vemos como combatientes en una guerra larga y agotadora, en la que nos hemos quedado sin Rey y con generales débiles o incluso traidores. Somos como los judíos dejados al pie del Sinaí por Moisés, tentados a construir un becerro de oro.
Pero por el contrario, deberíamos saber mirar la Ascensión desde lo alto, como la vio el Señor: los Apóstoles que se hacen cada vez más pequeños, sus rasgos se vuelven cada vez más difusos, a medida que la luz deslumbrante del Paraíso se acerca sobre nosotros, y se tornan más claras las alabanzas de los Coros angélicos; mientras se abren las puertas de la Jerusalén celestial no sólo para el Rey de reyes, sino también para las santas almas de la Antigua Ley, liberadas del Limbo en la víspera de Pascua. Deberíamos considerar la Ascensión como la premisa necesaria de Pentecostés, y Pentecostés como el vehículo indispensable de la Gracia que nos prepara para combatir, para vencer y para merecer la palma de la victoria. La ausencia de nuestro Rey y Señor nos da una manera de testimoniarle nuestra fidelidad: no cuando Él vence y triunfa sobre Sus enemigos, sino cuando todos, incluso sus generales, lo traicionan y se pasan al adversario. Y así como entre los judíos hubo muchos que supieron esperar el retorno de Moisés con las Tablas de la Ley sin construirse ídolos tranquilizadores, así -y con mayor razón- en la Iglesia han estado, siguen estando y estarán siempre los que tienen presentes las palabras del Salvador: Un poco más y no me veréis más; un poco más y me volveréis a ver, porque voy al Padre (Jn 16, 16). Un poco más de tiempo y me volverán a ver, no sabrán ni el día ni la hora, porque el señor vendrá como un ladrón en la noche, como el Esposo esperado por las vírgenes.
Queridísimos fieles, deberíamos comprender que somos nosotros los que debemos llegar al Señor en el Cielo, porque esa es nuestra verdadera Patria: Quæ sursum sunt quærite, nos ha dicho el divino Maestro: Si has resucitado con Cristo, busca las cosas de arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios; vuelve tus pensamientos a las cosas de arriba, no a los de la tierra (Col 3, 1-2). Bajo esta luz, las contingencias humanas adquieren su justo peso, porque son redirigidas a ese κόσμος del que Nuestro Señor es el verdadero y absoluto Pantocrátor, Señor de todas las cosas, Dueño del tiempo y de la historia. Instaurare omnia in Christo (Ef 1, 10) significa precisamente esto: recapitular, volver justamente al primer principio, reconocer el Señorío de Cristo. Y, por lo tanto, poder leer la promesa divina de Non prævalebunt (Mt 16, 18) tanto con la conciencia de la Cruz como de la Resurrección, de la batalla necesaria así como de la indefectible victoria.
Si comprendemos que los acontecimientos terrenales que involucran a toda la humanidad y a cada uno de nosotros individualmente están indefectiblemente entrelazados en la eternidad de Dios; si comprendemos que nuestra Fe no es la respuesta humana e inmanente a la necesidad de creer, sino la adhesión confiada y consciente a la obra perfecta de un Dios que quiere que seamos salvados y santos; si contemplamos la Ascensión como una imagen especular del glorioso retorno del Rex tremendæ majestatis del Juicio Final, entonces también nos damos cuenta que se trata realmente de un modicum, de poco tiempo. Y con la esperanza teologal de la ayuda de Dios, podemos afrontar con renovado vigor este paréntesis, este modicum.
Queridos fieles, sabemos bien que estos son días difíciles: los acontecimientos recientes, la muerte de Jorge Bergoglio, la convocatoria del Cónclave, la elección del papa León llegan en un momento en el que estamos agotados por décadas de crisis, con los últimos años terribles de usurpación, herejías, escándalos y apostasía de casi toda la jerarquía católica. A estos acontecimientos se suma el golpe de Estado globalista, la cada vez más evidente hostilidad de los gobernantes hacia los gobernados, la instauración inminente de la tiranía del Nuevo Orden Mundial con su agenda diabólica. Todos estamos cansados y probados. Cansado de combatir contra mentiras descaradas que se hacen pasar por verdad. Cansados de tener que justificar lo obvio, cuando todo el sistema propaga lo absurdo. Cansados de tener que defendernos de quienes en realidad deberían socorrernos. Cansados de tener que protegernos de los médicos que quieren envenenarnos, de los jueces que quieren encarcelar a los honestos mientras liberan a los criminales, de los maestros que enseñan errores, de los sacerdotes y obispos que difunden la herejía y la inmoralidad. No estamos hechos para esto: no corresponde al rebaño mandar a los pastores, al alumno enseñar al maestro, al enfermo dar lecciones al médico. Por eso existe la autoridad: para que, como expresión vicaria de la única Autoridad de Jesucristo Rey y Pontífice, gobierne para el Bien, y no para destruir la institución dentro de la cual se la ejerce y para dispersar a sus miembros.
Nuestro cansancio, la amargura de ver frustradas tantas veces las oportunidades que la Providencia nos ofrece, el desgaste de un combate enervante con un enemigo traicionero sin aliados válidos: todo esto forma parte del tiempo de la prueba. Es nuestra cruz, una cruz que el Señor ha calibrado sabiamente para que con Su Gracia estemos en condiciones de llevarla hasta el final, una cruz individual y colectiva que ningún poder terrenal podrá mutar o borrar jamás. Es la cruz que la Iglesia debe abrazar, porque es la única esperanza –spes unica– para salir victoriosos de esta batalla de época: sin la passio Ecclesiæ es imposible que el Cuerpo Místico triunfe con su divina Cabeza. Y ni la paz, ni la concordia, ni la prosperidad serán jamás posibles, allí donde las esperanzas humanas no descansen en la observancia de la Santa Ley de Dios y no reconozcan el Señorío universal de Jesucristo.
No nos corresponde a nosotros, a ninguno de nosotros, dar soluciones ordinarias en circunstancias completamente únicas y extraordinarias. Se nos pide –y aquí nos auxilia la sabiduría de la Regula Fidei– que no cambiemos nada de lo que el Señor ha enseñado a la Iglesia y que la Iglesia nos ha transmitido fielmente. Seguir creyendo en lo que creyeron nuestros padres no nos privará de la gloria eterna, sólo con que rechacemos las novedades introducidas por los falsos pastores y por mercenarios. En el día del Juicio particular, en el momento de nuestra muerte, y en el día del Juicio Final, al final de los tiempos, no seremos juzgados sobre la base de Amoris Laetitia o Nostra Aetate, sino sobre la base del Evangelio.
En consecuencia, vivamos cada instante de nuestra vida sabiendo que éste es el tiempo de la prueba; y que cuanto más furiosa sea la batalla, tanto más se multiplicarán las Gracias que Nuestro Señor nos concederá para combatir y vencer. Y si es verdad que el Señor está ahora físicamente en el Cielo, no es menos cierto que ha querido conceder a sus ministros que lo hagan presente también en el Santísimo Sacramento del Altar. Cada tabernáculo -no importa cuán abandonado y descuidado esté por la insensatez de los hombres- trae de vuelta a este valle de lágrimas la gloria del Cielo, la adoración de los Ángeles y de los Santos, la Presencia Real de Dios encarnado. Es verdad: la llama del Cirio pascual se apaga, pero la llama de la lámpara roja que honra al Rey Eucarístico permanece viva y ardiendo. Que brille también la llama de la Caridad que arde en cada uno de nosotros, para que nuestra alma sea menos indigna de convertirse en morada de la Santísima Trinidad. Y que así sea.
+ Carlo Maria Viganò, Arzobispo
29 de mayo MMXXV
in Ascensione Domini