
Regnavit a ligno

Regnavit a ligno
Homilía en el segundo Domingo de Pasión o de Ramos
¡Exulta sin mesura, hija de Sión,
lanza gritos de gozo, hija de Jerusalén!
He aquí que viene a ti tu rey:
justo él* y victorioso,
humilde y montado en un asno,
en un pollino, cría de asna.
Zc 9, 9
La escuela de la sagrada Liturgia repite cíclicamente, cada año, los misterios de la vida del Salvador, mostrándonoslos a la luz de la antigua Ley que los prefiguró, de la nueva Ley que los realiza y del fin de los tiempos que los remite a su dimensión escatológica y eterna. Como la rueda de un carro o de un planeta, el año litúrgico gira sobre su eje mientras se mueve a lo largo de un camino más amplio, de modo que con cada vuelta que da la meta final está cada vez más cerca y, en cierto modo, es más clara. Los Misterios de la Semana Santa responden a este enfoque altamente pedagógico, recordando las figuras del Antiguo Testamento, mostrando la realidad del Nuevo y disipando progresivamente la niebla que envuelve el futuro de la Iglesia y de toda la humanidad.
A la luz de esto, la entrada triunfal de Nuestro Señor en Jerusalén, que repite el ceremonial litúrgico real de la coronación de David (1 Re 1, 38-40), cumple la profecía de Zacarías (Zc 9, 9) y anticipa el regreso glorioso del Juez supremo: es en el Monte de los Olivos, de hecho, donde el Señor se revelará el día del juicio (Zc 14, 4). Los mantos extendidos en el suelo por el pueblo al paso del Rey Mesiánico, y en particular a lo largo de las gradas del templo (2Re 9, 13), también aluden a la ascensión al trono y realizan perfectamente las palabras del salmista: Bendito el que viene en el nombre del Señor, les bendecimos desde la casa del Señor. El Señor es Dios y nos ilumina. Celebren el día solemne con ramas gruesas, hasta las esquinas del altar. (Sal 117, 26-27).
En la Economía de la Salvación todo está recapitula en Cristo Rey, Alfa y Omega, Principio y Fin: Heri, hodie et in sæcula. La mentalidad actual, en su ignorancia que la desarraiga del pasado y la priva de un futuro, no tolera que todavía hoy se pueda aclamar a un Rey (aunque precisamente en estos días hemos visto a uno deambulando por nuestro país, aclamado por las Autoridades con todos los honores…). No lo tolera porque todo soberano, sobre todo si es cristiano, recuerda al único Rey universal, del que emana toda la autoridad terrena. No lo tolera porque la Monarquía terrenal -la temporal y la espiritual- es intrínsecamente coherente con el κόσμος divino, hasta el punto de que incluso las criaturas organizadas en sociedad, como las abejas, tienen su propia reina. No lo tolera porque el poder real es necesariamente de origen divino: Regnum meum non est de hoc mundo (Jn 18, 36), dice el Señor a Pilato, no significando que su autoridad no se ejerza sobre las sociedades humanas, sino que el origen de esta autoridad es sobrenatural y, por tanto, superior. Si mi reino fuera de este mundo, mis siervos habrían luchado para que no fuera entregado a los judíos; pero mi reino no es de este mundo (ibidem).
Por eso la Revolución, que es la realización terrena del χάος infernal, nos impone la “democracia” como modelo: no porque no sea lícito a los hombres darse un régimen en el que la multitud gobierne, sino porque precisamente al proclamar “soberano” al pueblo pretende destronar a Nuestro Señor Jesucristo, el Rey divino. Y el pueblo que se engaña a sí mismo creyéndose dueño de sí mismo y de su propio destino, termina inexorablemente siendo esclavo de potentados y lobbies tiránicos, entregados al mal. Porque donde Cristo no reina rige la dictadura de Satanás. El poder temporal, que en el orden querido por Dios es el vicario en la tierra de su poder, una vez arrancado de su origen y pervertido en su fin último se vuelve ilegítimo, porque se ejerce contra la Majestad divina y contra su Ley.
La Revolución también ha entrado en la Iglesia Católica, y con ella la idea blasfema de que también el Papado puede ser distorsionado en su esencia, “releído” -como les gusta decir hipócritamente a los bergoglianos- en clave sinodal, es decir, democrática. Todo estaba anticipado en los textos conciliares, en los que, como los envenenadores de los pozos, los neomodernistas vertieron sus herejías, dejando que el tiempo los hiciera emerger en su destructividad devastadora. La colegialidad de Lumen Gentium no es más que la semilla infectada de la sinodalidad bergogliana. El usurpador que ocupa impíamente el Trono del Príncipe de los Apóstoles sabe bien que las premisas establecidas por la renuncia de Benedicto XVI y la creación de un “papado emérito” le permiten plantear la hipótesis de un “presidente” del Papado que ostente el munus petrinum, y un colegio de cardenales -y cardenalas, por qué no- que ejerzan el ministerium. También en este caso, la autoridad papal, separada de Cristo, el Sumo Sacerdote Eterno, se vuelve ilegítima.
La suspensión de la autoridad civil y religiosa es un elemento recurrente en la historia sagrada. Cuando Nuestro Señor se encarnó y nació de María Santísima, tanto los sumos sacerdotes Anás y Caifás como el rey Herodes habían llegado al poder mediante fraudes y nombramientos manipulados y, por lo tanto, no representaban el poder legítimo. Cuando Jesucristo regrese para tomar posesión de lo que es suyo por derecho divino, de linaje y de conquista, la autoridad civil y religiosa también quedará vacante. Y esto, para los que saben leer los acontecimientos sub specie æternitatis, ya está presente ante nuestros ojos.
Poner las propias esperanzas en los hombres, por bien intencionados que sean, es siempre un engaño: Maledictus homo qui confidit in homine, dice el profeta (Jr 17, 5); y prosigue: “Te haré esclavo de tus enemigos en una tierra que no conoces, porque has encendido el fuego de mi ira, que arderá para siempre” (ibidem, 4). Hoy ya no reconocemos nuestra tierra, alterada en la naturaleza, invadida por hordas de bárbaros, devastada por crímenes y pecados que claman venganza al Cielo. Somos extranjeros en nuestra patria y enemigos de quienes pretenden gobernarnos. Pensar que la salvación proviene de los hombres es ilusorio y blasfemo. Nuestra única salvación, de hecho, es la cruz de Cristo: ¡Oh Crux, ave, spes unica! Una salvación que el Señor nos concede solo con la condición de que lo sigamos, hasta que reinemos con Él en la eternidad.
Vemos que se cumple la profecía de Zacarías en el Señor acogido triunfalmente en Jerusalén: He aquí que tu rey viene a ti. Es justo y victorioso, humilde, cabalga sobre un, un pollino hijo de asna (Zc 9, 9). Humilde, monta un burro. Porque la Realeza divina de Cristo quiere ser reconocida en la humildad: en la humildad de Aquél que, por obediencia al Padre, se encarnó, propter nos homines et propter nostram salutem, por nosotros los hombres y por nuestra salvación, ofreciéndose a sí mismo como Víctima divina. Si Cristo no hubiera sido reconocido como Rey y Pontífice en el acto supremo del sacrificio, no habría representado ante el Padre ni a los individuos ni a las naciones objeto de la Redención. Pero, al mismo tiempo, si queremos reinar con Cristo, con Cristo debemos ascender al trono de la Cruz. San Pedro nos lo recuerda: “Porque a esto fuisteis llamados, porque Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus huellas” (1Pe 2, 21).
Él es justo y victorioso, humilde (Zc 9, 9). La justicia violada por nuestro pecado exigía reparación: Él es justo. La reparación requirió de la Pasión y de la Muerte, para vencer a la muerte: Él es victorioso. El trono es un patíbulo, la corona es de espinas, el cetro es una caña, el manto es la vestimenta de los dementes: Él es humilde.
En esta humildad real no podemos dejar de reconocer como Nuestra Señora y Reina a María Santísima, Regina Crucis precisamente. Tomémosla como modelo, en estas horas de tinieblas que, como en las tinieblas de la Parasceve, son el preludio del triunfo de la Resurrección. No lo olvidemos nunca: es al pie de la Cruz, el trono del Cordero, donde el divino Rey constituyó a la Virgen Augustísima como nuestra Madre, y a nosotros como sus hijos. Y que así sea.
+ Carlo Maria Viganò, Arzobispo
13 de abril de 2025
Dominica II Passionis seu in Palmis