Pignus futuræ gloriæ

Mons. Carlo Maria Viganò

Pignus futuræ gloriæ

Homilía con ocasión de la solemnidad externa del Corpus Christi,
II Domingo después de Pentecostés

Se nascens dedit socium,
Convescens in edulium,
Se moriens in pretium,
Se regnans dat in præmium.

Al nacer se hizo semejante a nosotros,
en el banquete se convirtió en alimento,
en la muerte el precio de la redención,
reinando nuestra recompensa

Hymn. Verbum supernum prodiens ad  Mat. 

 

El oficio del Corpus Christi fue compuesto por Santo Tomás de Aquino. Una tradición piadosa dice que el Doctor Angélico transcribió los textos inclinando la oreja hacia el tabernáculo, como si estuviera bajo el dictado del Señor Eucarístico. Toda la liturgia de hoy es un canto al Santísimo Sacramento, indisolublemente unido al Sacrificio de la Misa y al sacerdocio.

En la antífona O sacrum convivium, Tomás de Aquino define el Santísimo Sacramento -e implícitamente con él, precisamente, la Santa Misa en la que está consagrado- Pignus futuræ gloriæ, prenda de la gloria futura.

¿De qué manera el augustísimo Sacramento del Altar es prenda o promesa vinculante de la gloria eterna del Cielo? En primer lugar, al hacer verdaderamente presente, bajo las especies eucarísticas, el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. La Ascensión del Salvador no nos ha privado de Su presencia en la tierra: Non derelinquam vos orphanos (Jn 14, 18), dijo a los Apóstoles. Y la promesa se reitera a Pedro y a los Apóstoles junto con el Non prævalebunt: Ecce ego vobiscum sum omnibus diebus usque ad consummationem sæculi (Mt 18, 20). ¿Y dónde podremos encontrar al Señor todos los días, si no es en el tabernáculo de nuestras iglesias? Es allí donde el divino Prisionero quiso estar: expuesto a la adoración de los fieles, pero también a la negligencia de Sus ministros o incluso a la profanación de los impíos. A menudo inalcanzable, escondido en un rincón apartado, como si los sirvientes se avergonzaran de su Amo frente al turista o al incrédulo que considera la Casa de Dios como un museo, un lugar en el cual fotografiar distraídamente los esplendores del arte sacro sin entender para Quién  fueron hechos y qué movió a las almas a esas cumbres de belleza.

Pero si hay muchas iglesias abandonadas en las que el Señor Eucarístico no recibe los honores que merece, tampoco son pocas las iglesias en las que tantas almas buenas adoran al Santísimo Sacramento, lo visitan y le abren el corazón para sus propias preocupaciones y las de los demás. También hay algunos sacerdotes -entre los muchos que pasan más tiempo en Internet que rezando- que permanecen frente al tabernáculo, donde rezan el Breviario o el Rosario, o donde confían al Señor las almas de su rebaño. Si nos quedáramos a observar estos oasis bendecidos con fe y caridad al margen, nos sorprendería ver arrodillados a tantos jóvenes, a tantos hombres y personas que, por su apariencia exterior, ni siquiera se diría que son cristianos, pero que por algún misterio insondable de la Gracia están cerca del Señor, no se avergüenzan de venir a orarle,  incluso solo para “hacerle compañía”, como lo haría cualquier persona con un amigo.

La crisis que estamos atravesando no es la primera a la que se enfrenta la Santa Iglesia. Ya en el pasado Satanás ha tratado de golpear al Santísimo Sacramento, a la Misa y al Sacerdocio. Pensemos en los miles de mártires asesinados por su Fe en el Santo Sacrificio o en la Presencia Real, en la herejía protestante, en las llamadas “reformas” de Lutero y de otros heresiarcas, siempre centradas en la Misa, para hacer de ella un ágape fraterno, una cena y no el Sacrificio de Nuestro Señor. No nos sorprendamos, por tanto, si el Maligno propone un esquema que ya ha demostrado funcionar en el pasado: el ataque será siempre a la Misa, a la Presencia Real, al Sacerdocio Católico. Porque la Misa y la Eucaristía son un καθκον para el advenimiento del Anticristo. De hecho, la última persecución del Anticristo tendrá lugar cuando, según la profecía de Daniel, será abolido el sacrificio perenne y se hará presente la abominación de la desolación (Dn 12, 11).

Si aún no hemos llegado al fin de los tiempos, ciertamente se lo debemos a la intercesión de la Virgen María y de todos los Santos del Cielo, a la oración de las Almas del Purgatorio a favor nuestro, pero también -y yo diría sobre todo- a muchas almas que adoran y honran el Santísimo Sacramento en esta pobre tierra; y a los sacerdotes que lo hacen presente en la Santa Misa y lo administran a los fieles. Esta es la prenda de la gloria futura que ya anticipa en este mundo la Liturgia perenne del Cielo, porque el Santo Sacrificio de la Misa, tanto en el esplendor de una basílica como en la clandestinidad de un ático, abre las puertas de la Jerusalén celestial. El Espíritu Santo desciende sobre cada altar, mientras la Santísima Trinidad ratifica ese Sacrificio y derrama sus infinitas Gracias sobre la Iglesia. Toda la Corte Angélica adora al Hombre-Dios en cada Hostia consagrada, en cada cáliz ofrecido.

Y cuando la fe flaquea en los fieles o incluso en los ministros, cuando la herejía viene a sembrar la división y la muerte entre las filas de los creyentes, cuando la incredulidad o la indiferencia reemplazan el fervor y la devoción al Sacramento Agustísimo, entonces la Providencia -en lugar de golpear con un rayo al impío que profana las Especies eucarísticas- realiza nuevos milagros,  muestra la Carne viva del Salvador, el músculo palpitante del Corazón, la Sangre del Cordero inmolado. Los Santuarios eucarísticos de todo el mundo dan testimonio de cómo la Majestad de Dios sigue multiplicando las maravillas y los signos que prueban el origen divino de la Iglesia y que hacen no sólo creíble, sino digna de creer, la Revelación de Cristo, de la que Ella es la guardiana.

No muy lejos de aquí, en 1263 tuvo lugar el famoso milagro de Bolsena, durante el cual un sacerdote bohemio, que celebraba la misa, vio que la sangre brotaba de la Hostia durante la Consagración, manchando el corporal. La Catedral de Orvieto, construida en 1290, fue edificada precisamente para preservar este milagro.

Desde el milagro de Roma en el año 595 (donde durante una Misa celebrada por el papa Gregorio Magno en la basílica de Santa Pudenziana, las especies de pan se transformaron en carne y sangre) hasta hoy, la Iglesia ha reconocido como originales más de un centenar de milagros: pensemos en los de Lanciano, Ferrara, Rimini, Alatri, Siena, Florencia, París, Ámsterdam, Cracovia, Bruselas y muchos otros… En cada ocasión el culto eucarístico renació con nuevo vigor, la fe del pueblo se despertó, las almas volvieron a Dios.

En la peregrinación terrenal a través del desierto de un mundo hostil, el hombre necesita alimentarse de un Viático celestial, de un alimento supra sustancial que fortalezca el alma en los asaltos del Maligno: sin el Pan de los Ángeles estamos inexorablemente condenados a morir espiritualmente de hambre y sed. Hoy nuestras iglesias están en su mayoría desiertas y abandonadas: décadas de ritos irreverentes e innovaciones temerarias han alejado a los fieles, han desalentado a los sacerdotes, han frustrado las vocaciones. Ese Sacrificio perenne, poco a poco adulterado y desfigurado, es celebrado cada vez menos, y ya hay quienes -después de haber provocado la crisis de las vocaciones- sugieren instituir diaconisas, abriendo así a las mujeres el camino imposible al sacerdocio. Además, algunos obispos, con el silencio cómplice de Roma, han logrado prohibir de facto – y abusivamente – la práctica secular de la Comunión de rodillas y en la lengua, imponiendo a los que creen en la Presencia Real la irreverencia de los que la niegan sacrílegamente. Y las restricciones de Traditionis Custodes ponen de manifiesto, incluso después de la elección del papa León, la hostilidad de muchos obispos hacia el rito antiguo: de hecho, es demasiado católico para poder entrar en el gran bazar del Vaticano II junto con los ritos amazónicos o los de los neocatecumenales o de los carismáticos. Y es demasiado católico creer en la Presencia Real, adorar a Dios en la Santísima Eucaristía, postrarse ante el Santísimo Sacramento expuesto en la custodia, profesar la fe en el milagro de la Transubstanciación, reconocer la necesidad de estar en gracia de Dios para recibir la Sagrada Comunión. Mucho más fácil es tener una «Misa» que les guste también a los protestantes; un “sacerdocio común” que permita también a las mujeres acceder al ministerio ordenado y que satisfaga a la  religión woke  en materia de igualdad de género…

El himno Adoro te devote, compuesto también por Santo Tomás, dice refiriéndose a la Preciosísima Sangre del Redentor:

cujus una stilla
salvum facere
totum mundum quit
ab omni scelere.

Una sola gota de la Sangre del Señor habría sido suficiente para salvar al mundo entero de toda culpa. Pero Dios se da a sí mismo en sacrificio sin reservas, llegando a derramar sangre y agua de su costado, para dar su vida después de haber sufrido los tormentos inenarrables de la Pasión. Y Él se da a sí mismo libremente, con una generosidad y magnificencia verdaderamente divinas.

A nosotros, Ministros del Altísimo, nos corresponde la grave responsabilidad de asegurar la perpetuación del Santo Sacrificio; los fieles tienen la tarea de sostener espiritual y materialmente a los que hacen presente al Señor en el Santísimo Sacramento. Y que así sea.

 

+ Carlo Maria Viganò, Arzobispo

22 Giugno MMXXV
Dominica II post Pentecosten
Solennità esterna del Corpus Domini

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