
Aperire terris cœlum, apertum claudere

Aperire terris cœlum, apertum claudere
Homilía con ocasión de la Misa Pontifical
en la Fiesta de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo
Beate Pastor Petre, clemens accipe
Voces precantum, criminumque vincula
Verbo resolve, cui potestas tradita,
Aperire terris cœlum, apertum claudere.
Oh bendito pastor Pedro, acoge misericordioso
las voces de los suplicantes y afloja las cadenas de los pecados
con tu palabra, a la que se atribuye el poder
de abrir el cielo a la tierra y, si está abierta, de cerrarla.
Hymn. Decora lux, 3
Sancti Apostoli Petrus et Paulus, de quorum potestate et auctoritate confidimus, ipsi intercedant pro nobis ad Dominum. Estas son las palabras con las que comienza la fórmula solemne de la bendición apostólica: Que los santos apóstoles Pedro y Pablo, en cuyo poder y autoridad confiamos, intercedan por nosotros ante el Señor. El poder y la autoridad del Romano Pontífice derivan, en efecto, de los dos Patronos de la Santa Iglesia, a los que el himno e hoy saluda como
Mundi Magister, atque cœli Janitor,
Romæ parentes, arbitrique Gentium
[Maestro del mundo y guardián del cielo,
padres de Roma y juez de los gentiles] [1].
uno es Maestro del mundo, el otro guardián de las Puertas celestiales, ambos padres de Roma y jueces de los gentiles. Sus vidas, consagradas a la predicación del Evangelio y a la conversión de los pueblos al Dios Uno y Trino, se entrelazan también en la muerte, en el martirio: Per ensis ille, hic per crucis victor necem San Pablo por la espada, San Pedro en la cruz. Ese martirio -testimonio heroico de fe usque ad effusionem sanguinis– sigue consagrando hoy la tierra de la ciudad:
O Roma felix, quæ duorum Principum
Es consecrata glorioso sanguine!
Horum cruore purpurata ceteras
Excellis orbis una pulchritudines.
[¡Oh feliz Roma, que has sido consagrada
por la gloriosa sangre de estos dos Príncipes!
De su sangre purpúrea,
solo tú superas a todas las demás maravillas del mundo [2].
Sólo tú sobrepasas las maravillas del mundo: porque el esplendor de la Roma antigua, su cultura, su ley, sus artes, su organización territorial y administrativa, su capacidad de unir y pacificar a los pueblos en la práctica de las virtudes -aunque todavía no estén iluminadas y animadas por la Gracia- tuvieron que encontrar su consumación en la adhesión a la fe católica, preparada por la Providencia también en el martirio de estos pilares de la Iglesia, que en el Credo profesamos que es Una, Sancta, Catholica et Apostólica. Pertenecer a ella hace que cada uno de nosotros, como canta el Poeta Supremo, seamos civiles de esa Roma de la que Cristo es romano (Purg XXXII, 102).
El odio a Roma, en cuanto capital de la Cristiandad como sede del papado, es el sello distintivo de los herejes; un odio que se manifiesta en la eliminación sistemática de todo lo que es romano, empezando por la lengua sagrada, que es el latín. El abad benedictino Dom Guéranger escribe: “El odio a la lengua latina es innato en el corazón de todos los enemigos de Roma: ven en ella el vínculo de los católicos en el universo, el arsenal de la ortodoxia contra todas las sutilezas del espíritu sectario, el arma más poderosa del Papado. El espíritu de rebelión, que les induce a confiar la oración universal a la lengua de cada pueblo, de cada provincia, de cada siglo, ha dado además sus frutos” [3].
Continúa dom Guéranger:
[Lutero] tuvo que abrogar el culto y las ceremonias en masa, como “idolatría de Roma; la lengua latina, el Oficio Divino, el calendario, el Breviario, todas las abominaciones de la gran ramera de Babilonia. El Romano Pontífice pesa sobre la razón con sus dogmas, pesa sobre los sentidos con sus prácticas rituales: por lo tanto, hay que proclamar que sus dogmas no son más que blasfemia y error, y que sus observancias litúrgicas no son más que un medio para establecer con más fuerza un dominio usurpado y tiránico” [4].
Deberíamos preguntarnos con qué miserable ligereza los Padres conciliares -y los hoy continuadores de la llamada “reforma” conciliar- permitieron que un puñado de herejes antirromanos llevaran a cabo dentro de la Iglesia, y en virtud de la propia autoridad de la Iglesia, ese ataque a la Romanitas que cuatro siglos antes había dado lugar al cisma luterano; y qué ilusorio es creer que habría sido suficiente para impedir la demolición de la Liturgia el artículo 36 de la Constitución conciliar Sacrosanctum Concilium –Linguæ latinæ usus in Ritibus latinis servetur [el uso de la lengua latina debe ser preservado en los ritos latinos]– cuando se puso de manifiesto que el primer y fundamental objetivo de la reforma era precisamente el de abandonar la lengua romana en favor del idioma vernáculo. Deberíamos preguntarnos también cómo se puede considerar libre de mala fe el comportamiento de quienes, constituidos en autoridad, todavía hoy tratan de atacar al Papado Romano con la sinodalidad, que es ontológicamente contraria a la constitución divina de la Iglesia, precisamente porque en esencia es antirromana.
El paréntesis entre Benedicto XVI y León –un interregno de larguísimos doce años de devastación de la Iglesia y deconstrucción del Papado a manos de un usurpador– hizo explícito el carácter antirromano del neomodernismo conciliar y sinodal. Pero si conocemos las causas de la crisis actual, también conocemos los remedios para salir de ella: a saber, reconocer a Cristo como Rey y Pontífice de todas las sociedades, restituirle la triple corona de la sagrada monarquía de la Iglesia y el cetro del poder civil, porque Nuestro Señor es el poseedor de toda autoridad, y los que gobiernan obtienen su legitimidad solo en el ejercicio del poder como sus vicarios y lugartenientes.
El Pontificado Supremo, la sagrada Monarquía de la Iglesia, es y debe ser la expresión del orden divino que Nuestro Señor ha establecido. Y todo lo que se oponga a este orden debe ser reconocido como ajeno y extraño a la Fe católica. Todo lo que en el ámbito eclesiástico tiende a parlamentarizar y democratizar la Iglesia, sustituyendo la autoridad personal del Papa y de los obispos con formas de representatividad según el modelo de la constitución de los Estados posrevolucionarios, altera la constitución divina de la Iglesia y priva al Papado de su fundamento, que es precisamente estar intrínsecamente unido a la autoridad suprema de Cristo Pontífice y al principatus de San Pedro. Y si el Sucesor de Pedro, como el Príncipe de los Apóstoles antes que él, se apartara de lo que semper, ubique et ab omnibus creditum est, el Espíritu Santo suscitaría también hoy nuevos san Pablo para corregirlo in faciem (Ga 2, 11). El Apóstol, como comenta Santo Tomás de Aquino [5], se opuso a Pedro en el ejercicio de la autoridad sin impugnar la autoridad misma del Príncipe de los Apóstoles.
La posibilidad de corregir a los superiores eclesiásticos ofrece al Romano Pontífice y a los obispos un ejemplo de humildad, explica Tomás de Aquino, para que no se nieguen a aceptar reprimendas provenientes de sus inferiores y súbditos; y a los súbditos un ejemplo de celo y libertad, para que no tengan miedo de corregir a sus prelados, especialmente cuando la culpa ha sido pública y pone en peligro a muchos [6]. Lamentablemente, hemos visto en los últimos años cómo las correcciones públicas han sido consideradas por quien ocupaba la Sede de Pedro; qué represalias han sufrido quienes denunciaron las desviaciones doctrinales, morales y disciplinarias de Jorge Bergoglio; y qué sanciones fueron impuestas por el Sanedrín Romano a quienes cuestionaban “la legitimidad del papa Francisco y del Concilio Vaticano II” [7]. Por otro lado, la respuesta de los tiranos a las voces críticas se ha caracterizado siempre por ejercer una violencia injustificada y un abuso sistemático de poder.
Hoy debemos y queremos esperar que la multiplicación de los llamamientos del cuerpo eclesial para un retorno a la Tradición induzca a León a abandonar la sinodalidad bergogliana –evolución de la colegialidad conciliar de la Lumen Gentium– y a ejercer el Papado sin adulterar su autoridad con contaminaciones de una matriz anticrística que niegan el señorío universal de Cristo en el ámbito espiritual y temporal. Y el mandato de Cristo a Pedro —Pasce oves meas, pasce agnos meos (Jn 21, 17)— deberá ejercerse nuevamente bajo la custodia del Depositum fidei y en la transmisión fiel de la Doctrina católica inmutable, sin ceder al espíritu del mundo que ya Pedro, en el Concilio de Jerusalén, había creído que podía legitimar en nombre de la inclusión —diríamos hoy— de los judíos que querían mantener los ritos del Antiguo Testamento.
La Santa Iglesia Católica Romana nació en sangre. En la preciosísima Sangre de Nuestro Señor, derramada en el Gólgota para rescatarnos de la tiranía de Satanás y que se derrama nuevamente sobre nuestros altares en el Santo Sacrificio de la Misa. Nació en la sangre de los Mártires, semen Christianorum, según la expresión de Tertuliano. En la sangre de San Pedro y San Pablo, patronos de la Iglesia universal. Ella concluirá su peregrinación terrenal, al final de los tiempos, en la sangre de todos los nuevos Mártires que defenderán la profesión de la verdadera Fe contra las herejías blasfemas y la apostasía del Anticristo.
Pidamos a los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, y a la Santísima Virgen su Reina, que intercedan ante el trono de la Majestad Divina, para que el Papado, hasta ahora humillado, vuelva a resplandecer como faro de Verdad para los pueblos y guarnición de ortodoxia para los fieles. Que la sangre de los Príncipes de los Apóstoles, con la que está empapada la tierra bendita de la Ciudad Eterna, sea semilla de nuevos cristianos valientes y heroicos, dispuestos a dar testimonio de Nuestro Señor Jesucristo en fidelidad a la Santa Iglesia Romana y al Pontificado Romano. Y que así sea.
+ Carlo Maria Viganò, Arzobispo
29 de junio MMXXV
Ss. Petri et Pauli Apostolorum
NOTAS
1 – Himno Decora lux, estrofa 2.
2 – Ibid., estrofa 3.
3 – Dom Prosper Guéranger, Institutions liturgiques, cap. XIV; “De l’hérésie antiliturgique et de la réforme protestante du XVIe siècle, considérée dans ses rapports avec la liturgie”, 8.
4 – Ibid., 10. Dom Guéranger continúa un poco más allá, recordando el ensayo Du Pape de Joseph de Maistre: A pesar de las disonancias que deberían separar a las diferentes sectas separadas entre sí, hay una cualidad en la que todas se unen, que es la “no romanidad”. Imagínense cualquier innovación, ya sea en materia de dogma o en materia de disciplina, y vean si es posible llevarla a cabo sin incurrir, voluntaria o involuntariamente, en la nota de “no romano”, o si se quiere, la de “menos romano”, si a uno le falta audacia. Queda por saber qué paz podrá encontrar un católico en la primera, o incluso en la segunda, de estas situaciones.
5 – Super Ep. ad Galatas, n. 77.
6 – Ibid.
7 – Cfr. Comunicato a proposito dell’avvio del processo penale extragiudiziale per delitto di scisma (Art. 2 SST; can. 1364 CIC), https://exsurgedomine.it/240620-attendite-ita/.
© Traducción al español por José Arturo Quarracino