Soli secunda numini

Mons. Carlo Maria Viganò

Soli secunda numini

Homilía en la Asunción de María Santísima al Cielo

Conductricem te habeam
redeundi ad patriam,
ne callidus diabolus
via perturbet invidus.

Que pueda tenerte como mi guía
al regresar a la patria celestial,
para que el diablo envidioso
no nos aleje con sus astucias del camino recto.

Hymn. O Maria piissima

 

En la espléndida antífona mariana Salve Regina rezamos a la Santísima Virgen con estas palabras: Et Jesum, benedictum fructum ventris tui, nobis post hoc exilium ostende, [Y después de este destierro, muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre]. Post hoc exilium: porque nuestra vida terrenal es precisamente un destierro, una distancia forzada y dolorosa de la casa del Padre, del lugar de nuestros verdaderos afectos, de nuestra patria celestial; un destierro que hace del mundo un valle de lágrimas, no sólo y no tanto porque nos sea enemigo y hostil, sino porque en esta fase de prueba se nos impide momentáneamente el retorno a la patria celestial, al lugar donde estábamos destinados a permanecer, si nuestros primeros padres no hubieran merecido ser expulsados de él a causa del pecado original. El mundo es también un valle de lágrimas porque en esta vida debemos expiar esa culpa de Adán y Eva que el nuevo Adán reparó en la Cruz y la nueva Eva en la Corredención.

Al ser preservada por un privilegio muy especial de toda mancha de pecado en vista de la Encarnación de Nuestro Señor Jesucristo, María Santísima fue igualmente exenta de la corrupción de la carne, como Su divino Hijo, siendo asunta al Cielo en cuerpo y alma. Y es en el Cielo donde la Virgen Madre y Reina encuentra a Cristo triunfante, sentada también ella en el trono de gloria que la Santísima Trinidad le ha preparado desde la eternidad. Ella es Soli secunda numini, ella es la segunda después de Dios, ella es la todopoderosa por Gracia.

Y, sin embargo, aunque sepamos bien que se trata de un valle de lágrimas y de una fase transitoria hacia la meta final, no logramos renunciar a la idea de que también en esta tierra es posible construir un paraíso, si bien no eterno, al menos duradero y confortable, en el cual anticipar de alguna manera o incluso sustituir la eternidad bendita que espera a cada alma en gracia de Dios. Esta es una ilusión infernal, un engaño que nos ponen los tres enemigos de nuestra salvación: el mundo, la carne y el diablo. El mundo, que nos mantiene atados a las criaturas en lugar de elevarnos al Creador; la carne, que nos ata a las falsas seducciones de nuestra naturaleza corrompida por el pecado y nos impide elevar nuestras almas a las cosas del espíritu; el diablo, que busca nuestra condenación ofreciéndonos sustitutos miserables y quiméricos de lo Verdadero y de lo Bueno.

En este loco espejismo de poder realizar en la tierra lo que sólo podemos conquistar en el Cielo perdemos de vista la eternidad para perseguir sueños efímeros y promesas engañosas. Algunos, sin negar la vida eterna, piensan que es posible construir una nueva Jerusalén en esta tierra que cumpla la invocación del Padre Nuestro: sicut in cœlo et in terra. Y, sin embargo, es precisamente en ese como en el Cielo y como en la tierra donde debemos comprender que el modelo que debe inspirar a una sociedad que honra a Cristo como su Rey es un arquetipo eterno y perfecto, mientras que su realización concreta permanece inexorablemente provisional y sometida a pruebas, peligros, tentaciones, pecados y debilidades de la naturaleza humana. Venga tu reino, hágase tu voluntad, así en el cielo como en la tierra: no es el cielo el que debe conformarse a la tierra, no es Dios quien debe conformarse al hombre, sino viceversa: porque Nuestro Señor -como verdadero Dios y verdadero Hombre- es el centro del κόσμος divino, el Alfa y la Omega, el principio y el fin de todas las cosas.

La Asunción de María Santísima al Cielo nos muestra cuál es nuestra verdadera patria, nos devuelve a la realidad; una realidad consoladora y reconfortante, porque nos quita la ilusión de poder crear por nosotros mismos un paraíso en la tierra, y nos recuerda que podemos encontrar ese Edén del que hemos sido expulsados sólo pasando por Nuestro Señor Jesucristo -que dijo de sí mismo: Ego sum ostium (Jn 10, 9)- y de María Santísima, Quæ sola fuisti porta per quam Christus ad hunc mundum processit, que solamente tú fuiste la puerta por la cual Cristo entró en este mundo. El Señor y su augusta Madre son a la vez —e indisolublemente, por decreto divino— el camino de comunicación entre la tierra y el Cielo, entre la temporalidad contingente y la eternidad inmutable. La misma Iglesia santa, único medio de salvación para la humanidad, encuentra en la Virgen la figura de la nueva Jerusalén, ciudad santa rodeada por sólidas murallas que desciende del Cielo (Ap 21, 1). Es en ella donde se identifica, terribilis ut castrorum acies ordinata (Cantar de los Cantares 6, 10), terrible como un ejército alineado en orden de batalla, quæ sola cunctas hæreses interemisti in universo mundo, que es el único que ha derrotado a todas las herejías en todo el mundo. Y la Iglesia, que es militante en su estructura terrena, al final de los tiempos perdurará triunfante por la eternidad, cuando el Juicio Final cerrará el tiempo de la prueba y de la misericordia.

El choque apocalíptico entre la Mujer y el Dragón (Ap 12, 1) está anticipado en el Proto-Evangelio, donde la Santísima Virgen se constituye enemiga eterna de la Serpiente: Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu simiente y su descendencia, y ella te herirá en la cabeza, y tú le golpearás el talón (Gn 3, 15). Y no es casualidad que Satanás sea llamado princeps hujus mundi (Jn 12, 31): el mundo es, de hecho, el lugar en el cual el Señor le permite tentarnos para ponernos a prueba, y su principado -que no es un reino- es temporal y está destinado a la derrota, ya está definitivamente condenado. Esta derrota de la criatura más rebelde, orgullosa e impura será tanto más perturbadora en tanto es infligida por la más obediente, humilde y pura de las criaturas: Aquélla a quien la suciedad del mundo, de la carne y del diablo ni siquiera puede tocar.

En el transcurrir del tiempo y en los acontecimientos del género humano se cumple la Historia de la Salvación, que nos proyecta a la eternidad y nos muestra la irrupción de lo divino en lo humano, de lo eterno en lo transitorio, culminando en la encarnación de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad en Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, primogénito de toda criatura (Col 1, 15), el nuevo Adán. Una Encarnación realizada a través de la cooperación de la más perfecta y de la más pura de las criaturas, llamada a ser la Madre de Dios, la Santísima Θεοτόκος. Paradisi portæ per te nobis apertæ sunt, las puertas del Paraíso se abren a nosotros para ti que hoy triunfas gloriosa junto con los ángeles, dice una antífona del Oficio de hoy. María Santísima abrió para nosotros las puertas del Paraíso, dándonos a Su Hijo y llevándonos a Él. Tu Regis alti janua, et porta lucis fulgida (Himno Oh gloriosa Domina), tú eres puerta del Rey divino y compuerta luminosa de la Luz.

Quærite primum regnum Dei et justitiam ejus (Mt 6, 33), dice el Señor. No es en las cosas de esta tierra donde se debe buscar el reino de Dios, porque todo lo que es temporal es efímero, destinado a corromperse, a pudrirse, a disolverse en polvo. No acumuléis tesoros en la tierra, donde la polilla y el óxido los consumen y donde los ladrones perforan las paredes y roban; acumulad más bien tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el óxido los consumen, y donde los ladrones no perforan las paredes ni roban. Porque allí donde esté tu tesoro, allí también estará tu corazón (Mt 6, 19-21).

Que nuestros corazones se dirijan al cielo, donde está nuestro verdadero tesoro: la contemplación bendita de la Santísima Trinidad, junto a la Virgen María y a toda la corte celestial. Es allí donde nos espera, porque sólo allí se cumple nuestro destino de eternidad en Dios. Y será este contemptus mundi, este desapego de este mundo que ahora apesta a putrefacción –jam fœtet (Jn 11, 39)– lo que nos permitirá ser durante nuestra vida terrena sal de la tierra y levadura que fermenta la masa, precisamente porque estamos exiliados de la patria celestial. Y en esto consiste la realización del Reino Social de Nuestro Señor: llevar a tantas almas como sea posible a encontrar el camino de regreso a la casa del Padre, que espera el regreso del hijo pródigo.

Invoquemos entonces la intercesión de la Virgen asunta, para que nos haga comprender que todas nuestras batallas terrenales, todas nuestras acciones en esta vida, cada prueba y cada gracia no pueden ni deben limitarse a una perspectiva temporal, sino que deben proyectarse hacia esa patria que nos espera a cada uno de nosotros después de este exilio.

Iré a verla un día, al Cielo, mi patria: iré a ver a María, mi alegría y mi amor. Estas palabras de la canción popular que cantamos con fervor y emoción nos recuerdan cuál es nuestra verdadera patria. Es con esta bendita esperanza, fundada en la promesa del Salvador y en la poderosísima mediación de la Virgen María, que podemos afrontar todas las adversidades presentes en vista del premio que nos espera en el Cielo. Porque es allí donde tenemos que volver, bajo la guía de la Stella Maris.

Que pueda tenerte como mi guía
al regresar a la patria celestial,
para que el diablo envidioso
no nos aleje con sus astucias del camino recto.

Que así sea.

+ Carlo Maria Viganò, Arzobispo

15 de agosto de MMXXV a. D.ni
In Assumptione B.M.V.

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