¡No hay paraíso para los cobardes!

¡No hay paraíso para los cobardes!
La victoria de la Liga Santa en Lepanto
Discurso en la Conferencia de la Asociación Cultural ``Veneto Rusia``
Settimo di Pescantina (VR) – 11 de octubre de 2025
Salve, Regina, rosa de spina,
rosa d’amor, Madre del Signor.
Fa’ che mi no mora e che no mora pecador,
che no peca mortalmente e che no mora malamente.
Salve, Reina, rosa de espinas,
rosa de amor, Madre del Señor.
Concédeme que no muera y que no muera pecador,
que no peque mortalmente y que no muera mal.
Oración del marinero, recitada por toda la flota veneciana
antes de librar la batalla en las aguas de Patras.
Queridos amigos,
Permítanme dar las gracias a los organizadores de este evento y extender mi saludo a todos los participantes. Es para mí un placer poder unirme a ustedes en la celebración del aniversario de la victoria de Lepanto, participando en la novena edición del Congreso que este año tiene como tema la paradoja de una Europa laicista, liberal y masónica que libra una guerra contra la Rusia cristiana y antiglobalista. Ahora vivimos en los últimos tiempos, en los que el choque entre Cristo y el Anticristo nos impone a todos nosotros que nos pongamos bajo el estandarte de nuestro divino Rey y de su muy augusta Madre, nuestra Reina, recordando las palabras del Señor: El que no está conmigo, está contra mí (Mt 12, 30).
El 7 de octubre de 1571, en el golfo de Patras, la flota de la Liga Santa aplastó victoriosamente el orgullo otomano, ralentizando la expansión islámica en el Mediterráneo occidental. Una expansión que nunca se ha detenido con el “diálogo” entre la Cruz y la Media Luna, sino con el uso de la fuerza militar, el sacrificio de muchas vidas humanas y la protección sobrenatural que la Reina de las Victorias y Mediadora de todas las Gracias ha desplegado como un manto sobre el cristianismo amenazado por el Islam. También a las puertas de Viena, el 12 de septiembre de 1683 -es decir, solo 112 años después de Lepanto- las fuerzas turcas fueron derrotadas por los ejércitos católicos, bajo el patrocinio del Santo Nombre de María. Temible y terrible como un ejército alineado en orden de batalla: solo al pronunciar estas palabras sentimos un nudo en la garganta, conmocionados al contemplar a nuestra augusta Reina a la cabeza de las huestes angélicas y terrenales. Ella también se había aparecido con un semblante similar el 7 de agosto de 626 d.C., cuando Constantinopla estaba asediada por los ávaros, los eslavos y los persas sasánidas y el pueblo cristiano reunido en la iglesia de Blanquerna invocó su intervención. Deslumbrante de luz y con el Niño Jesús entre sus brazos, la Líder Victoriosa, como se la llama en el Himno Akhátistos, había derrotado a sus enemigos, otorgándole a la Capital del Imperio el título de “Ciudad de María”.
Pero si la ayuda divina y la intercesión más poderosa de la Madre de Dios siempre virgen han llevado a cabo de manera milagrosa y ciertamente sobrenatural victorias humanamente difíciles, si no imposibles, no podemos dejar de recordar que estas intervenciones prodigiosas y providenciales, estas irrupciones del poder de Deus Sabaoth en las contingencias humanas, son posibles solamente donde este todo inalcanzable y divino está precedido por la nada de nuestra cooperación en la obra de la Redención. De hecho, en virtud de la Encarnación de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad el Hombre-Dios toma posesión de la humanidad de la cual por divinidad, linaje y derecho de conquista se ha constituido Señor y Rey. Pero este consorcio de la naturaleza divina del Hijo de Dios con la naturaleza humana de Jesucristo, llevado a cabo por la Unión hipostática, hace posible que también cada miembro del Cuerpo Místico pueda unirse a la Pasión de Cristo Cabeza, completando en su propia carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo, para el bien de su cuerpo que es la Iglesia (Col 1, 24). Y en la economía de la salvación, todo hombre está llamado a contribuir activamente a la obra de la Redención, sin buscar una coartada para su propia pereza en un fatalismo muy poco católico.
Pero al volver a evocar a Lepanto no podemos no recordar la figura heroica de Marcantonio Bragadin, un noble veneciano y gobernador de Famagusta, en Chipre, durante el asedio otomano de 1570-1571. La ciudad cayó en agosto de 1571 y Bragadin negoció una capitulación honorable con el comandante otomano “Lala” Kara Mustafá Pasha, quien prometió salvar la vida de los defensores. Pero los turcos rompieron su palabra, violaron el acuerdo: Bragadin fue torturado y sometido a una muerte brutal; fue desollado vivo y su piel fue llenada con paja y enviada como trofeo al sultán Selim II. Este horrible crimen despertó indignación entre los miembros de la Liga Santa y la victoria de Lepanto también fue vista como venganza por el asedio de Chipre, las atrocidades sufridas por Bragadin [1] y como castigo por la deslealtad de los turcos, inconcebible para un caballero cristiano. El heroísmo de Bragadin también encontró émulos en el Golfo de Patras: Don Juan de Austria, Comandante Supremo de la Liga Santa con solamente veinticuatro años de edad y gran estratega, era un hombre de fe. Durante la batalla animó a los remeros y soldados al grito de ¡No hay paraíso para los cobardes! Sebastiano Venier, capitán general veneciano y veterano de setenta y cinco años, se distinguió por su coraje y ardor, incitando a sus camaradas: El que no combate no es veneciano. Su heroísmo le valió la elección como Dux en 1577. El comandante veneciano Agostino Barbarigo murió en batalla después de haber sido alcanzado por una flecha en un ojo y haber continuado al mando del ala izquierda de la flota, contribuyendo así a la victoria final. Marcantonio Colonna, Almirante papal, se distinguió por su compromiso con el rescate de los heridos y por garantizar que los prisioneros otomanos fueran tratados humanamente, de acuerdo con los valores cristianos que profesaba la Liga Santa.
Fue su valentía, su abnegación, pero sobre todo su fe sincera y viril la que constituyó esa nada que el Señor espera de nosotros antes de salir al campo a nuestro lado y darnos una victoria que de otro modo sería impensable. Su todo, nuestra nada. La nada de quienes, en las fachadas de los edificios, no se avergonzaban de grabar Non nobis Domine non nobis, sed nomini tuo da gloriam. De los que, constituidos en autoridad y miembro del Serenísimo Senado, no dudaron en atribuir la victoria de la flota cristiana no al poder naval, ni a la fuerza de las armas, sino a la intercesión de la Santísima Virgen del Rosario, a quien San Pío V -el Papa de Lepanto- había ordenado invocar mientras rezaba la Corona Santa. Porque hubo una época en que los hombres eran hombres, y hombres de valor, hombres de palabra, hombres de guerra, hombres de fe. Pecadores ciertamente, pero valientes, dispuestos a morir para defender a la Santa Iglesia y hacer retroceder a los invasores idólatras a sus remotas costas. Ut Turcarum et hæreticorum conatus ad nihilum perducere digneris: Te rogamus, audi nos! Así rezaban en Constantinopla, así rezaban en Lepanto, así rezaban en Viena: siempre confiados en que la ayuda de Dios llegaría en el momento en que se mostrara inequívocamente divina y sobrenatural, y siempre con la mediación de la Madre de Dios, la todopoderosa por Gracia. Nuestro Dios es un Dios celoso: celoso de su pueblo y celoso de su señorío sobre nosotros, que no permite que nadie lo usurpe y que quiere compartir con su Santísima Madre, Nuestra Señora y Reina. Él es Rey y como Rey quiere reinar: oportet illum regnare, es necesario que Él reine. Y cuando Cristo reina, se cumple el voto del salmista: Beatus populus, cujus Dominus Deus ejus (Sal 143, 15), bienaventurado el pueblo cuyo Señor es su Dios.
¡Cuánto tiempo ha pasado desde la Victoria de Lepanto! Quinientos cincuenta y cuatro años: más de medio milenio. Y hoy, en un mundo que mira con incomprensión y desprecio el heroísmo de los caídos de Lepanto y su Fe, considerándolos fanáticos peligrosos, las hordas islámicas no sólo no son empujadas a nuestras fronteras, sino que son bienvenidas, acogidas, alimentadas y cuidadas y dejadas libres para cometer delitos y transformar nuestra Patria en una nación islámica. Trescientos noventa y un años después de Lepanto, el primer “concilio” de la “nueva Iglesia” -el Vaticano II, cuya apertura se cumple hoy- teorizó ese ecumenismo sincrético condenado por los Romanos Pontífices que en el espacio de unos pocos años llevaría a Pablo VI, el 19 de enero de 1967 [2], a devolver el estandarte que Méhémet Ali Pasha había izado en su buque insignia, la Sultana. En ese gesto temerario, Pablo VI humilló a la Iglesia y a su predecesor San Pío V, a quien ese estandarte le había sido dado por Sebastiano Venier, quien lo había conquistado heroicamente abordando la Sultana. A pesar de los anhelos ecuménicos de los Papas conciliares y sinodales, aún conservamos el estandarte que San Pío V bendijo e hizo izar en el asta de la bandera del Reál, el buque insignia de los buques insignia de la flota cristiana: una tela de seda púrpura ribeteada de oro, en cuyo centro domina la imagen del Santísimo Redentor, flanqueada por los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, y el lema In hoc signo vinces. Fue Marcantonio Colonna quien lo devolvió a Gaeta, como voto hecho a San Erasmo, patrono de los marineros [3]. En esa imagen y en ese lema se sintetiza el sentido de la vida cristiana, válido tanto en los tiempos gloriosos de Lepanto como en los tiempos actuales de apostasía.
En nombre de un concepto distorsionado de bienvenida e inclusión, millones de musulmanes son transportados y acompañados a nuestras ciudades y pueblos, donde las iglesias ahora vacías se convierten en mezquitas. En muchos lugares el sonido sagrado y solemne de las campanas es silencioso, pero la voz del muecín resuena en ellas, llamando a los seguidores de Mahoma a la oración. Si esto no sólo es posible hoy, sino que incluso se fomenta y celebra como una conquista de la civilización, se lo debemos a la Revolución: a la Revolución Francesa, por el ataque a la monarquía católica en el ámbito civil; a la revolución conciliar y sinodal, por el ataque a la sagrada monarquía del Papado en el ámbito eclesiástico. La democracia y la sinodalidad son dos caras de la misma moneda falsa. De un lado se encuentra el emblema del liberalismo masónico, del otro el del ecumenismo sincretista irénico.
Europa ha sido una tierra de conquista durante décadas y pronto será mayoritariamente musulmana, especialmente en naciones rebeldes como Gran Bretaña, Francia y Alemania. Su traición a Nuestro Señor Jesucristo y sus crímenes contra la Ley de Dios claman venganza al Cielo y no quedarán impunes. Pero Italia tampoco es menos culpable, al haber olvidado la herencia gloriosa de la que ha sido custodio y que se basa en la Civiltà Cattolica, en la Realeza de Cristo, en un orden cósmico que pone en el centro al Dios que se hizo hombre, y no al hombre que se hace dios. Como siempre ha acontecido en el transcurso de la historia, serán los enemigos de Dios los que castiguen a sus hijos rebeldes.
¿Volver a Lepanto? ¿Reconstituir una Liga Santa contra los enemigos del cristianismo? La Providencia sabrá mostrarnos el camino en el momento adecuado. Pero en cualquier situación en la que nos encontremos, sea cual sea la adversidad, la amenaza a nuestra fe y a nuestra identidad que se cierna sobre nosotros, sólo no debemos olvidar una cosa, las razones de la victoria: no sustraernos a nuestro deber de dar testimonio de la Fe que profesamos, del Bautismo en el que hemos sido incorporados a Cristo, de la Tradición a la que pertenecemos. No encontrar ninguna excusa para permanecer de brazos cruzados y ver a los enemigos de Cristo demoler a la Santa Iglesia, sobre todo cuando estos traidores están en la cima de la Jerarquía. No utilizar la obediencia como una manta bajo la cual esconder la pereza y la mediocridad que la sociedad contemporánea nos señala como modelos de conformidad tranquilizadora con el pensamiento único. Hagamos nuestra parte, con el coraje y la fortaleza de los soldados de Cristo, y Nuestro Señor hará la suya, con la omnipotencia de Dios.
+ Carlo Maria Viganò, Arzobispo
7 de octubre de MMXXV
María Santísima Reina de las Victorias,
Señora de las Gracias
NOTAS
1 – Su piel fue recuperada más tarde por los venecianos y llevada a Venecia, donde se conserva en la Basílica de los Santos Juan y Pablo como reliquia. Bragadin se convirtió en un símbolo del sacrificio veneciano contra la expansión otomana.
2 – Pablo VI, Discurso al nuevo Embajador de Turquía acreditado en la Santa Sede, 19 de enero de 1967. Cfr. https://www.vatican.va/content/paul-vi/it/speeches/1967/january/documents/hf_p-vi_spe_19670119_ambasciatore-turchia.html: “Dado que Nosotros mismos deseábamos manifestar de alguna manera nuestros sentimientos, con un gesto que pudiera ser grato a las autoridades de la Turquía contemporánea, ha sido una alegría para Nosotros devolver un antiguo estandarte, tomado en la época de la batalla de Lepanto, que, desde entonces, se conservaba en las colecciones del Vaticano“.
3 – Primero guardado en un baúl, en el siglo XVIII fue estirado y enmarcado, para que pudiera ser expuesto al público. En 1943 una bomba alemana lo dañó, aunque no irreparablemente. Restaurado después de la guerra, hoy en día el Estandarte de Lepanto se conserva -y es visible para el público- en el Museo Diocesano de la ciudad del Lacio.
