Israël es tu Rex

Israël es tu Rex
Homilía en la fiesta de Cristo Rey
Israël es tu Rex,
davidis et inclyta proles;
nomine qui in Domini,
Rex benedicte, venis.
Tú eres el Rey de Israel,
de la noble descendencia de David;
Tú que vienes, Rey bendito,
en el Nombre del Señor.
Teodulfo de Orléans,
Himno Gloria laus et honor
Gloria, laus et honor tibi sit, Rex Christe Redemptor. Al canto de este antiguo himno, entonado el Domingo de Ramos frente a las puertas cerradas de la iglesia, la procesión del clero y de los fieles entra solemnemente en la nueva Jerusalén, abriendo sus robustas puertas con el triple golpe de la cruz procesional. La sugestiva ceremonia del Segundo Domingo de la Pasión recuerda la entrada triunfal de Nuestro Señor en la Ciudad Santa, prefigurada en la entrada de Salomón (1Re 1, 32-40). Por lo tanto, tiene una naturaleza eminentemente real, porque con esta toma de posesión del Templo, Él es reconocido y alabado como Dios, como Mesías y como Rey de los judíos: el Cristo, Χριστός, el Ungido del Señor. Su divina Realeza ya había sido atestiguada y honrada por los Magos, en la gruta de Belén: con oro al Rey de Reyes, con incienso al Dios Vivo y Verdadero, con mirra al Sacerdote y Víctima.
Hace poco menos de cien años, el 11 de diciembre de 1925, el gran Pontífice lombardo Pío XI promulgó la inmortal Encíclica Quas primas, en la cual se define la doctrina de la Realeza universal de Nuestro Señor Jesucristo: Él es Rey en cuanto Dios, como descendiente de la estirpe real de la tribu de David y por derecho de conquista a través de la Redención. La institución de esta fiesta no ha introducido realmente nada nuevo. Pío XI quería oponerse y luchar contra la plaga del liberalismo secularista, la masónica Iglesia Libre en un Estado Libre y la loca presunción de expulsar a Jesucristo de la sociedad civil. Pío XI no fue el único que reafirmó solemnemente la doctrina católica: antes que él Clemente XII, Benedicto XIV, Clemente XIII, Pío VI, Pío VII, León XII, Pío VIII, Gregorio XIV, Pío IX, León XIII y San Pío X habían condenado severamente las logias secretas, la Carbonería, la Masonería y todos los errores que los enemigos de Cristo habían difundido y alimentado durante los últimos dos siglos.
Después de la gran fractura del Protestantismo en el siglo XVI, los tres siglos siguientes vieron enfrentarse en una serie de terribles batallas a la Iglesia Católica y a la Anti-iglesia, es decir, a la Masonería: por un lado, el Príncipe de la Paz y sus huestes angélicas y terrenales; por el otro, la turba malvada, la multitud miserable, incitada por los mercaderes esclavizados a Lucifer. El mito del “pueblo soberano” enterró siglos de civilización cristiana bajo las ruinas de la Revolución, mostrando las aberraciones a las que podía llegar el hombre. Los mártires de estos siglos de violencia sin precedentes y de masacres aún impunes nos miran desde sus asientos en el cielo, pidiendo justicia por la sangre que han derramado, y con su silencio -casi una noche oscura para la Iglesia, en vísperas de su pasión- observan incrédulos cómo los Papas de las últimas décadas deponen las armas espirituales y cooperan con los enemigos de Cristo. Desde esos bancos nos observan también los Pontífices guerreros que, incluso a costa de sus propias vidas, como Pío VI, encarcelado por Napoleón y muerto de hambre en prisión, supieron enfrentar de frente los ataques más feroces contra Dios, contra el Papado, contra la Jerarquía Católica, contra los fieles. Si la historia no hubiera sido falsificada por los vencedores momentáneos de esta guerra -como sigue ocurriendo hoy- en las escuelas nuestros hijos no estudiarían la toma de la Bastilla, ni las mentiras de la epopeya del Risorgimento, ni las hazañas de mercenarios conspiradores o de ministros corruptos, sino las fases del genocidio contra los católicos de las naciones antaño cristianas.
Cuando se instituyó la fiesta de Cristo Rey, la Iglesia católica ya no pudo valerse de la cooperación de los soberanos católicos, que en las leyes civiles y penales habían asegurado que se observaran los principios del Evangelio y de la Ley natural. La primera autoridad del antiguo régimen que cayó fue de hecho la Monarquía de derecho divino, que se basa en la Realiza de Cristo para detentar el poder vicario en los asuntos temporales. La segunda autoridad cayó unas décadas más tarde, y fue la de los pontífices subordinados a la Revolución. Con la declaración de la tiara papal, Pablo VI selló la abdicación del poder de Cristo en las cosas espirituales y la rendición a las ideologías anticrísticas y anticatólicas de la Sinagoga de Satanás. “Nosotros también, más que nadie, tenemos el culto al hombre“, dijo Montini al final del Vaticano II [1].
Y bajo las bóvedas de la Basílica Vaticana resonaban estas palabras: “La Iglesia casi se ha declarado sierva de la humanidad“, palabras que solamente unos años antes habrían escandalizado a cualquier católico. Pablo VI -y con él su predecesor Juan XXIII- fueron los iniciadores del proceso de liquidación de la Iglesia de Cristo y recae sobre ellos la responsabilidad de haber desarmado la Ciudadela y abierto sus puertas de par en par para dejar entrar al enemigo, sólo para denunciar hipócritamente que “por alguna grieta ha entrado el humo de Satanás en el templo de Dios” [2]. Y nada se salvó de esa operación de desarme: ni la doctrina, ni la moral, ni la liturgia, ni la disciplina. Así también se desfiguró la fiesta de Cristo Rey, cuya fecha se trasladó al final del año litúrgico, asumiendo un valor escatológico: Cristo Rey del mundo venidero, no de las sociedades terrenales.
Porque el señorío del Verbo encarnado no debía representar un obstáculo para el diálogo con el “hombre contemporáneo” y con el ídolo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Los promotores de este desmantelamiento suicida se alegraron de que finalmente se pusiera fin al triunfalismo post-tridentino de una Iglesia que quería convertir al mundo a Cristo, y no adaptar la Revelación divina al anti-evangelio de la Anti-Iglesia; de una Iglesia que honraba a su Señor como Rey universal y quería llevar a todas las almas a Él, para que en el regnum Christi pudieran vivir en la pax Christi.
Scelesta turba clamitat: regnare Christum nolumus [3] –cantamos en el magnífico himno de la fiesta de hoy– La multitud malvada se ríe: ¡No queremos que Cristo reine! Esta blasfemia es el grito de guerra de las hordas de Lucifer, de los hijos de las tinieblas; el mismo grito que resonó cuando el espíritu rebelde y orgulloso de Satanás vomitó su Non serviam. Un grito que subvierte el κόσμος divino, fundado en Nuestro Señor Jesucristo, en el Dios encarnado por la obediencia al Padre Eterno, y por la obediencia muerto en la Cruz propter nos homines et propter nostram salutem.
Al final de los tiempos, ya cercano, el Anticristo contenderá con Cristo por su Señorío universal, tratando de seducir a la gente con prodigios y falsos milagros, incluso simulando su propia resurrección. Fascinante, seductor, simulador, orgulloso, lleno de sí mismo, el Anticristo combatirá a la Santa Iglesia sin restricciones, perseguirá a sus ministros y fieles, adulterará su doctrina, corromperá a sus clérigos haciéndolos sus propios servidores. Lo que hemos visto suceder en el ámbito civil y religioso durante al menos dos siglos, en continuo crescendo, es la preparación de este plan infernal, destinado a expulsar a Nuestro Señor, rechazarlo como Dios, como Rey y como Sumo Sacerdote, para pisotear impíamente la Encarnación y la obra de la Redención.
Con la fiesta de Cristo Rey cooperamos en la restauración del orden, del κόσμος divino contra el χαός infernal. Devolvamos a Cristo la corona que ya le pertenece, el cetro que la Revolución le arrebató. No porque nos corresponda a nosotros hacer posible la restauración del orden, de la que sólo Nuestro Señor será el artífice, sino porque no es posible participar en esta restauración sin que nosotros contribuyamos a ella.
En los tiempos de la Primera Venida del Salvador, el reino de Israel y el templo no tenían ni un Rey legítimo ni Sumos Sacerdotes legítimos: la autoridad civil y religiosa estaba en manos de personas nombradas por el Imperio. En la Segunda Venida del fin del mundo, esta vacante de autoridad será aún más evidente, porque Nuestro Señor recompondrá todas las cosas en sí mismo –Instaurare omnia in Christo (Ef 1, 10)– en un momento de la historia en el que el Mal dominará en todas los ámbitos de la vida cotidiana, en todas las instituciones, en todas las sociedades. Y será una victoria triunfal, abrumadora, total, inexorable sobre todas las mentiras y crímenes del Anticristo y la Sinagoga de Satanás.
Hagamos nuestra la oración del himno Te sæculorum Principem:
O Christe, Princeps Pacifer,
Mentes rebelles subjice:
Tuoque amore devios,
Ovile in unum congrega.
Oh Cristo, Príncipe que traes la verdadera Paz: somete las mentes rebeldes y reúne en un solo redil a los que se han desviado de Tu amor. Y que así sea.
+ Carlo Maria Viganò, Arzobispo
26 de octubre de MMXXV
D.N.J.C. Regis
Dominica XX post Pent., ultima Octobris
NOTAS
1 – Cf. Discurso de Pablo VI en la IX Sesión Pública del Concilio Vaticano II, 7 de diciembre de 1965.
2 – Pablo VI, Homilía en la solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, 29 de junio de 1972.
3 – Himno Te sæculorum Principem en la fiesta de Cristo Rey.






























